La idea de que la sociedad ya está liberada libidinalmente y que
ese es un tema cultural ya cerrado y solucionado, por lo que hay que limitarse
al tema estrictamente político de la lucha por “los derechos” y por el
bienestar económico de “la gente” es un error. Las potencialidades eróticas y
dionisiacas de las pulsiones humanas en toda la amplitud y energía de su juego
de alternancia entre sublimación y desublimación están todavía sin ser
exploradas e implantadas socialmente.
El cristianismo,
como creo que fue manifestado por Kierkegaard, abrió la posibilidad de ese
juego de desublimación y sublimación intensificador de las pasiones al
producir el antagonismo entre sensualidad y espiritualidad, pues reducir ese
antagonismo a un mecanismo ideológico de represión es no saber ver y apreciar
el estímulo y la potenciación de las pasiones sensuales que supuso introducir
en ellas el desasosiego de un choque con el espíritu. Nietzsche es injusto con
el cristianismo, no en la versión de su pureza evangélica sino tomado en toda
la amplitud de sus efectos culturales sobre la psicología ideológica, cuando en
El Anticristo afirma la idea de
sublimación del deseo sexual como básicamente opuesta a la cultura de la
cristiandad y la contrapone a la prédica de la represión, a la que, según él,
podrían reducirse todos los efectos del cristianismo sobre el problema
libidinal. El espíritu como potencia psicológica donde se confunden lo
intelectual y lo sensitivo produciéndose una sutil y profunda carga afectiva es
una aportación cristiana a la psicología ideológica, estrechamente vinculada al
descubrimiento, que también se abre paso con el cristianismo, de la
interioridad subjetiva personalizada. Con esta idea de espíritu, lo anímico
deja de estar asociado únicamente a lo vital funcional y se eleva a un impulso
sublimado de la voluntad. La relación de este impulso con el deseo carnal ya no
será la de una aspiración que aunque pueda empezar con ese deseo lo supera,
como ocurría en Platón, sino una relación, mucho más compleja y excitante, de
contradicción que encierra una dialéctica vital, pero ahora
desintelectualizada, sin elementos de ascenso lógico-cognitivo, y que produce
una complicación intensificadora tanto del espíritu como de la carne.
Pero toda esa
intensificación pasional por la sublimación en juego de enfrentamiento con la
desublimación ha quedado encerrada en la civilización cristiano-burguesa en el
ámbito de la cultura separada del vivir práctico-material de los hombres, en el
ámbito de lo que los autores de la Escuela de Frankfurt llamaron y criticaron
bajo la denominación de “cultura afirmativa”, una cultura que afirma los valores
superiores y plenos de la realización humana, en los que se reconcilian lo
pulsional y lo intelectual, pero separados de la vida, en el ámbito exclusivo,
elitista y ocioso del arte y la literatura selectos.
Ahora, dado “el
desarrollo de las fuerzas productivas”, sería posible una liberación de lo
humano frente al intercambio costoso y sacrificado con la naturaleza que podría
hacer girar la vida social concreta en torno a la consecución de la plenitud pulsional humana, sin olvidar
que ella necesita de la lucha entre impulso sublimatorio y descarga
desublimada, y no en torno a una ética burguesa del ascetismo laborioso
intramundano y racionalizador en sentido instrumental y de utilitarismo
represor con vistas al rendimiento productivista y para el mantenimiento del
orden de la tranquilidad burguesa.
Pero el famoso
“desarrollo de las fuerzas productivas”, innegable desde luego en su progreso
apabullante, no está claro que permita una simplificación y una reducción del
intercambio laboral con la naturaleza y no más bien su complicación y extensión
de tal manera que ya no nos podamos nunca librar de estar atrapados en las
redes de sus necesidades y exigencias. El optimismo tecnológico marxista,
compartido a pesar de todo por loa autores frankfurtianos, parece que ha estado
demasiado seguro de que rompiendo las ataduras de los medios de producción a su
apropiación privada sería posible una exhaustiva mecanización del trabajo que
no produjera miseria en forma de masas de desempleados sino una emancipación cuasi
completa y universal frente a la necesidad de trabajar. Pero no está claro que
lo que produce el progreso técnico no sea la destrucción de los puestos de
trabajo no cualificados pero a cambio de un aumento de las necesidades de mano
de obra tecnocientíficamente cualificada. Es decir, una complicación del
trabajo que no lo elimina o lo reduce a un mínimo neutralizándolo como factor
determinante de la vida social, sino que exige mayor cualificación y por lo
tanto más tiempo y más energías dedicados a la satisfacción de su necesidad. No
sería la automatización laboral lo que produciría el progreso tecnológico, sino
la complicación tecnoespecializada del trabajo. En última instancia, la
transformación de trabajos todavía ligados a una personalización tradicional en trabajos tecnoespecializados, pero no la desaparición del trabajo.
Con la típica
lucidez del pensamiento derechista profundo, tanto Spengler en El hombre y la técnica como Friedrich
Georg Jünger en La perfección de la
técnica avisaron en su día sobre la ilusión de creer que el progreso de la
técnica disminuye la cantidad total de trabajo necesario, si bien lo hicieron
en la época de la tecnificación maquinista anterior a las posibilidades hoy
abiertas de automatización cibernética, de maquinismo inteligente. Pero sus
observaciones pueden ser válidas incluso
para el caso de la expansión de la inteligencia artificial, si variamos
solamente el tipo de trabajo que esta no eliminaría sino que aumentaría. Dice
así el hermano de Ernst Jünger:
“Son
muchos los que opinan que antes se trabajaba más que hoy, esto es, que se
trabajaba más horas y más duramente, y, si examinamos los datos al respecto,
encontraremos que esta opinión se justifica a menudo , precisamente allí donde
la labor mecánica ha desplazado a un segundo plano a la labor manual. Ahora
bien, si desdeñamos los detalles, si consideramos la organización técnica como
un todo, como un conjunto de hechos conexos, descubriremos que no puede
hablarse en absoluto de una disminución de la cantidad de trabajo, que más
bien, y precisamente debido al progreso técnico, esa cantidad de trabajo se ve
continuamente aumentada y que por ello cunde el desempleo en épocas en que el
proceso de trabajo técnico se ve
expuesto a crisis y perturbaciones. (…) No existe ningún producto técnico que
no esté afectado por la organización
técnica integral; no hay botella de cerveza ni traje que no la presupongan. Por
lo tanto, tampoco hay ningún proceso de trabajo que se pueda considerar aislado
e independiente de esa organización , que exista para sí como Robinson en su
isla. La cantidad de trabajo contenida en un producto técnico finalizado se
disemina. Dicho producto no es una simple elaboración, sino que cae dentro del
largo discurrir al que el planeta es sometido por la organización técnica.
Nadie
duda de que esa cantidad de trabajo ejecutada de un modo mecánico se ha
incrementado. Pero ¿cómo podría incrementarse sin que también aumentara la
cantidad de trabajo del individuo, el rendimiento del trabajo manual puesto que
la mano humana es la herramienta por excelencia, aquella que, ciertamente, ha
creado todo el instrumental técnico y lo conserva? El trabajo mecánico no
conduce en ningún caso y en ninguna parte a una disminución del trabajo manual,
por grande que siga siendo el número de trabajadores ocupados en el trabajo
mecánico. Elimina al trabajador manual únicamente allí donde la labor puede ser
efectuada de un modo mecánico. Pero la carga que se le quita no desaparece por
orden del mago técnico; solo se desplaza hacia aquellos puntos donde la labor
no se ejecuta mecánicamente. Y, como se comprenderá, se incrementa en la misma
medida en la misma medida en que se incrementa la cantidad de trabajo
mecánico.”
(Friedrich George Jünger, “La perfección de la técnica”, Página Indómita, 2016, pgs.
26-28)
En la época no ya de la producción maquinista sino de la
automatización cibernética , el proceso de eliminación de puestos de trabajo
manuales y burocráticos por los mecanismos tecnificados requerirá el aumento de
puestos de trabajo especializados para el diseño, mantenimiento y reparación de
los aparatos cibernéticos. A no ser que se llegue a la utopía negativa de un
mundo cibernético que se autorreproduzca fuera del control humano, en cuyo caso
también serían necesarios más puestos de trabajo, los de guerreros
especializados en la lucha contra las máquinas inteligentes, y en lugar de una
utopía erótico-estética tendríamos una utopía de carácter militar-robótico.
Que una
automatización del intercambio material con la naturaleza fuera a producir la
posibilidad de una superación de la ética burguesa del ascetismo intramundano
represivo en su racionalización de medios se mostraría como una completa
ilusión. La organización y especialización del aparato tecnológico requeriría
el mantenimiento o incluso la ampliación de esa ética burguesa de la represión
racionalizadora. Requeriría una mayor entrega de los nuevos agentes sociales
tecnificados a las exigencias mecánicas tecnoburocráticas del aparato
cibernético y no permitiría ninguna liberación pulsional esencial, que fuera el núcleo de una nueva
forma de vida y no la recarga limitada y condicionada de las energías de los
cuerpos para el trabajo tecnoburocrático. Tendríamos no una liberación gracias
a la cibernética sino un sometimiento intelectual al tinglado de la
“megamáquina”.
Tal vez la
cantidad de trabajo socialmente necesaria disminuiría, pero las mentes
tecnocientíficamente privilegiadas necesarias para el funcionamiento de la
automatización cibernética no es fácil que estuvieran dispuestas a ser ellas
las únicamente trabajadoras al servicio de una mayoría sin cualificar que
pudiera dedicarse al cultivo erótico-estético espiritualmente sazonado de la
personalidad. Más bien nos encaminaríamos a una sociedad donde una élite tecnocrática
sacrificada al ilotismo tecnocientífico exigiría acaparar privilegios políticos
y económicos sobre una masa sin función social condenada a una vida de miseria
tal vez atenuada por el cumplimiento de las funciones laborales corporales que
seguiría requiriendo el servicio de la élite tecnoburocrática.
Pero aunque la
realización de la utopía erótico-estética fuera posible, habría que preguntarse
si tal realización no implicaría el peligro de vernos abocados a un
estancamiento insoluble de la sociedad en la consumación práctica de una
concepción materialista vulgar y únicamente desublimada, sin el contrapeso de
la sublimación espiritualizadora, de la realización humana plena. Incluso
cabría plantear la necesidad no solo de oscilar entre sublimación y desublimación
, sino también de contrastar el gozo con el sufrimiento de la insatisfacción
para que la realización pulsional no significara un estado de anegamiento del
espíritu en un hedonismo sin perspectivas históricas o de sentido personal
valioso.
El mismo Herbert
Marcuse en Eros y civilización señala
que el retardamiento y la negación de la satisfacción son un ingrediente que
estimula la libido humana y que su desaparición en una utopía erótico-estética
sería un problema. Dice Marcuse: “Pero, ¿hay quizá en el instinto mismo una
barrera interior que “contiene” su poder conductor? ¿Hay quizá una contención
propia “natural” en Eros que hace que su genuina gratificación pida el retraso,
el rodeo y la detención? Entonces habría obstrucciones y limitaciones impuestas
no desde afuera, por un principio de realidad represivo, sino establecidas y
aceptadas por el instinto mismo, porque tienen un valor libidinal inherente”. En
este contexto, Marcuse trae a colación al mismo Freud y su idea de que “la
libertad sexual irrestringida desde el principio” da por resultado la falta de
satisfacción total, para lo cual el autor de Eros y civilización nos pone ante la siguiente cita del fundador
del psicoanálisis: “Es fácil demostrar que el valor que la mente establece en las
necesidades eróticas se hunde instantáneamente tan pronto como la satisfacción
llega a ser fácilmente obtenible. Se necesita algún obstáculo para mantener la
marea de la libido en su máxima altura”. A continuación, Marcuse admite que los
“obstáculos naturales” en el instinto, siempre que se separen de “los arcaicos
tabúes y las restricciones exógenas”, pueden funcionar como un “premio al
placer”. Y lo que es más importante, la “negativa de los instintos a agotarse a
sí mismos en la satisfacción inmediata” significa una capacidad de los mismos
para “construir y utilizar barreras que intensifiquen la realización”. E incluso, aquí estaría la base para la
posibilidad de la “sublimación no represiva” que sirve para “erotizar las
relaciones no libidinales” y “transformar la tensión biológica y la
compensación en libre felicidad” (véase H. Marcuse, Eros y civilización, Ariel, 1984, pgs. 209-210). Como es sabido,
Marcuse opone esta “sublimación no represiva” a la “desublimación represiva” de
la que habla el prólogo de 1961 de Eros y
civilización, una idea particularmente acertada y oportuna, pues con ella
Marcuse logra una perfecta descripción del fenómeno por el que en la sociedad
capitalista avanzada de masas se produce una “metódica introducción de la
sexualidad en los negocios, la política, la propaganda”, dándose el resultado
cierto de que así “el grado en que la sexualidad alcanza un definitivo valor en
las ventas o llega a ser un signo de prestigio y de que se respetan las reglas
del juego, determina su transformación en un instrumento de cohesión social”
(véase H. Marcuse, Eros y civilización,
Ariel, 1984, pg. 11).
También cabría
plantear, en relación con la posibilidad de que la libertad sexual de la utopía
erótico-estética debiera ser limitada, hasta qué punto la espiritualización
idealizadora del objeto del deseo necesaria para la plenitud humana de la
liberación pulsional es compatible con el polimorfismo sexual del que Marcuse
no se cansa de hablar en Eros y
civilización como antídoto frente al utilitarismo racionalizador de la
represión burguesa, que lleva a cabo una reducción genital-reproductiva de la
sexualidad.
Pero en cualquier
caso, la realización de una liberación pulsional de sentido humano requeriría
no limitarse a la política como garantía
del ejercicio de los derechos justos, sino una política de implantación de
formas de vida con contenidos concretos de valor. Una política transformadora
con la finalidad de crear las condiciones de una más plena y auténtica
realización humana no es posible si se renuncia a intervenir en el moldeamiento
de formas de vida diferentes de las existentes. Si por razones éticas o de
imposibilidad teórica de fundar una idea normativa de realización humana plena
y auténtica se está obligado a renunciar a toda pretensión de implantación de
formas de vida nuevas, entonces lo inevitable y lo mejor es dejar el campo
político abandonado a los principios liberales
y a sus sensatos y moderados defensores.
Una
“biopolítica”, por decirlo con el término de moda, que tratara de enseñar a
los hombres a vivir humanamente e incluso los compeliera a ello, entrañaría el
peligro de convertirse en una “biopolítica” en el sentido más macabro y
terrible que ha adquirido este exitoso término, el relativo a un poder sobre la vida y la muerte de los
sometidos a dominio político. La realización de la idea de libertad como
capacidad de vivir en sentido eminente correcto, la “libertad positiva” como el
poder de elegir lo que es humanamente superior, requeriría un autoritarismo
biopolítico que chocaría con una elemental, espontánea e irrenunciable ética
materialista basada en la prohibición de causar daño corporal o muerte, además
de ser materialmente cuasi imposible a causa de los medios técnicos que se han
hecho inabordables para toda intención de moralización forzosa de la existencia
de las masas con vistas a su realización humana superior.
Menos grave
prácticamente pero igual de problemática teóricamente es la cuestión de que se
requeriría para esta politización del deber humano de buscar la existencia
superior una fijación autoritaria del contenido concreto y material-axiológico
de esa existencia superior. Pero ni la filosofía ni ninguna cosmovisión de la
clase que sea están en condiciones, al menos hoy, de fijar la verdad universal
de ningún contenido vital concreto.
Ninguna forma de vida puede pretender contar con el respaldo de una
racionalidad que se acredite por la posibilidad de alcanzar una evidencia
práctica consensual, es decir, que pueda ser vivida en el acuerdo de todos los
destinatarios de la imposición política de la forma de vida con pretensión de
universalidad realizativa superior.
Que esa forma de
vida superior y necesaria par la realización humana de todos tuviera que tener
como contenido concreto privilegiado una liberación pulsional proyectada en la
vivencia colectiva de un medio social pacificado y gozoso en sentido
erótico-estético solo puede plantearse como una opinión no fundamentable en
ninguna absolutización normativa de los contenidos de una supuesta naturaleza humana.
Igual destino han sufrido, desde luego, las contrapuestas concepciones que
ponían la plenitud humana en la realización contemplativa, que además recibían
un sentido último teológico y transmundano. Todas esas concepciones sustantivas
de vida buena en sentido último superior quedan reducidas a opciones de los
“proyectos” personales, que incluso
parece que pueden ser filosóficamente descritos en su formalidad fundamental
ontológico-existencial, pero que en ningún caso pueden recibir un contenido
concreto normativo por parte de la
filosof ía ni
de nadie.
La apreciación
del “materialismo filosófico” de Gustavo Bueno según la cual la concepción de
la plenitud humana como algo a realizar en una utopía hedonista y libertaria ,
es decir, en la utopía erótico-estética, es la versión comunitaria de lo que él
llama la concepción “canalla” de la felicidad, en el sentido de que se basa en
la decisión de gozar al máximo en los
días de esta vida, pues “post mortem nulla voluptas”, para lo cual se aprovecha
del fruto del trabajo de los otros hombres (Gustavo Bueno, El mito de la felicidad, Ediciones B, pgs. 276-277 y 376), esta
apreciación de Gustavo Bueno, decimos, se basa también en una opinable y
discutible visión antropológica , que más bien implícitamente, y de manera
seguramente coherente con el materialismo, pone en el trabajo el valor
antropológico máximo frente, por ejemplo, al “mito de la cultura”. Pero ni el
“materialismo filosófico” ni ninguna
otra filosofía pueden acreditar el fundamento veritativo de ninguna concepción
antropológica sostenedora de la idea de una forma de vida correcta que tenga
tal grado de evidencia que se pueda imponer normativamente como la forma de
vida humana auténtica cuya adopción sea un deber para el hombre y para la
política de su humanización verdadera. Aparte de que las “utopías libertarias y
hedonistas”, como lo es la de la liberación erótico-estética, no predican el
robo “canalla” de los bienes producidos por los otros, sino una organización
social del trabajo, de las necesidades humanas y de su satisfacción que haga
posible el disfrute por todos los individuos de lo que ellos mismos han
producido de forma comunitaria y planificada, no para el mercado sino para
satisfacer necesidades.
Se podría aducir
que la sociedad liberal también impone a
sus ciudadanos una determinada forma de vida por la necesidad del
funcionamiento de su economía de libre concurrencia, la forma de vida que
consiste en la orientación a la competitividad que haga posible tanto la
subsistencia material como la consecución de una modalidad de éxito personal
que además suele estar impuesta por los mecanismos condicionantes de la industria
cultural de masas. Desde luego la imagen de la sociedad liberal como aquella en
que hay una libre concurrencia de formas de vida que solo dependerían del
“proyecto” elegido por cada uno en su reducto de libertad (negativa) frente a
toda intromisión del poder en su esfera privada de decisión y elección (al
parecer también desentrañable ontológico-existencialmente) no se corresponde
con la realidad de una sociedad donde lo que tiene que concurrir “libremente”
es la fuerza de trabajo, que hay que vender para subsistir materialmente, o el
capital al que hay que dedicarse como “emprendedor” y gestor para poder llevar
el modo de vida impuesto culturalmente como exitoso y autorrealizativo al m áximo. Sin el problema de la satisfacción de
las necesidades materiales resuelto mediante la organización social de los
medios de producción, la vida de la inmensa mayoría se convierte en una lucha
competitiva por el sustento , no en el desarrollo de “proyectos” personales que
hayan dejado por debajo de sí el problema no humano-personal esencial de la
subsistencia material.
Pero frente a
esta no-libertad de la sociedad liberal-capitalista, no se puede oponer la idea
de una forma de vida verdadera y correcta según lo humano eminente, pues ello
tendría, como hemos dicho, un coste
ético inasumible y una dificultad teórica hoy insuperable por el desarrollo contingente
de nuestra historia social e intelectual, que ha dado lugar a un pluralismo de concepciones vitales que
no queda más remedio que asumir como dato inalterable. Tal vez habría que girar
ya de una vez (lo decimos en relación con el pensamiento político de quien esto
escribe) hacia posiciones reformistas que mediante políticas de “ingeniería
social fragmentaria” permitan que la riqueza creada por la sociedad capitalista
vaya creando espacios, limitados pero en ampliación, para la posibilidad de
vivir superando la fijación de la existencia a la lucha por la subsistencia
material y que también amplíen el pluralismo cultural y la información de la
gente sobre él para que sea efectiva la posibilidad de elección de múltiples y
diferenciadas formas de vida.
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