viernes, 23 de septiembre de 2016

EMBRUJO DE DAIMIEL

                                           


Como los pozos artesanos que abundaban en sus huertas y fincas agrarias, Daimiel es una hendidura en una profundidad, la profundidad clara del alma española sureña, donde manan los veneros de la esencia sentida del arraigo en el suelo natal. Allí fluye la materia sensual que permite vislumbrar todavía rastros de tradición. Por eso, Daimiel es el epítome de todo lo sensual y claramente profundo que siento como natural de mi alma anhelante de arraigo en el Sur español. Este es el embrujo claro, gozoso y saludable del Sur condensado en Daimiel. Descendiendo a los veneros de tradición y sentimiento de Daimiel es posible la comunión sensual con la entraña profunda del suelo natal. A ello ayuda también poderosamente la ingesta del vino de sus viñas, que en días de luminosidad y calor son imagen perfecta de un dionisismo mesurado en su pensamiento pero exuberante en su vida.
Cuando yo era adolescente anhelaba torpemente la densidad cultural del Norte y quería, deseoso de intelectualidad, las intensidades abismales del pensamiento oscurecido por  irracionalismos y romanticismos desasosegados de una Europa que yo veía como espectacular en naturaleza y cultura. Pero pronto empezó a levantarse en mí el sentimiento del apego a un Sur de mesura intelectual y gozo sensual. Bastantes veces encontraba jóvenes con pretensiones intelectuales que despreciaban el Sur y decían disfrutar de la cultura pesada y la naturaleza rica en grandeza del Norte. A medida que mis propias pretensiones intelectuales fueron desinflándose, más me empecé a sentir atraído por la aparentemente modesta pero poderosa sensualidad del suelo natal sureño.
En mis anteriores anhelos norteños, poco me importaba que la Europa de la cultura romántica ya hubiera dejado de existir hacía mucho tiempo. El mundo occidental norteño ya es solo razón instrumental y economicismo y cientificismo inseparables de una persistente ética de la racionalización burguesa de la vida.Todos los sofisticados análisis del presente parecen olvidar que seguimos viviendo, por debajo de la barahúnda de tecnologías, espectáculos y apariencias posmodernas, en una sociedad donde es básico para la integración en ella la asunción del espíritu burgués en sus rasgos constantes inseparables de la funcionalidad capitalista. Y todo eso vino del Norte, de Europa. Hoy el Sur, especialmente no el Sur económico sino el Sur de cultura y paisaje mediterráneos, también vive anegado por ese espíritu burgués persistente, pero es posible vislumbrar en el sentimiento, habiéndose criado en lugares como Daimiel, algo de una posibilidad cultural y social distinta de la realidad burguesa funcionante. Sería mucho decir que hoy se pueden encontrar por Daimiel o sitios así los residuos semifeudales, de carácter más bien caricaturesco cuando existían, de las antiguas oligarquías agrarias de signo más o menos patriarcal. Sería políticamente propio de un reaccionarismo delirante sentir nostalgia de los tiempos señoritiles de esas oligarquías. Pero el mundo de las pervivencias tradicionales típicas de esos tiempos todavía puede ser vislumbrado en pueblos como Daimiel y, sobre todo, era vislumbrado cuando de niños estábamos inmersos en esas tradiciones "como agua en el agua", antes del despertar del afán de individuación en contra del medio cultural de origen. Ese embrujo desindividualizador de las tradiciones también lo hemos podido experimentar en los pueblos los que nos hemos criado en ellos. Cuando este hechizo de la tradición -me refiero, claro está, especialmente a la tradición religiosa pero en su versión más unida a las raíces locales y al sentimiento de pertenencia a una comunidad de personas que se reconocen mutuamente de manera vivencial concreta- se rompe en la adolescencia, queda sin embargo preparado el terreno para un regreso a él, pero no en forma de vuelta al cierre comunitario sino como vivencia sentimental de lo que puede ser contemplado por estar objetivado gracias al distanciamiento. Esa vivencia que disfruta sintiendo lo cerrado de los orígenes pero bajo la forma de contemplación libre, de contemplación que siente su objeto pero que no está atrapada por él de forma desindividualizadora, es la única manera en que es posible hoy superar el desarraigo del hombre, que no es tampoco individualizador ni emancipador, sino portador de un colectivismo de la masificación pequeñoburguesa peor que el colectivismo tradicional porque se recubre con ropajes y apariencias de una Ilustración liberadora contra cuya falsedad todavía no ha sido posible un pensamiento individualizador capaz de actuar como fuerza cultural de relevancia política y social. Esa vivencia sentimental de residuos de un pasado que permite una sensación interior y apolíticamente individual del arraigo es lo único que es posible hoy oponer al mundo ya endurecido e impuesto para siempre del desencantamiento desarraigante. Y esa vivencia puede tenerse residiendo en lugares como Daimiel. Es por lo que sigue persistiendo su embrujo liberador y gozoso.

(Volveré sobre este tema)

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