En el
libro Degeneración, obra publicada en 1893 por el médico judío Max
Nordau y de la que existe traducción castellana recientemente reeditada, puede encontrar
todavía hoy el hombre “normal” y de “sentido común” (como diría Rajoy), es
decir el filisteo, material aprovechable para hacer la crítica de su
contrario, el snob intelectual y estético, aunque las referencias
literarias y artísticas de Nordau parecerán a muchos anticuadas.
Si para el pobre “burgués” Max
Nordau resultaba, en 1893, que el prerrafaelismo, el simbolismo, el wagnerismo,
el decadentismo, el naturalismo, el tolstoísmo y el ibsenismo eran
manifestaciones de la “debilidad mental” y de la locura por degeneración en el
arte y la literatura, no sabía el pobrecito lo que se les venía encima a los
buenos burgueses con las vanguardias, que por aquel entonces no iban a tardar
mucho en irrumpir. Aparte de lo que también esperaba al positivismo, el
cientificismo, el pacifismo, el democratismo liberal, el progresismo
bienpensante y a todo ese maravilloso “burguesismo” de la “belle epoque”,
dentro del cual se inscribe la posición de Nordau, a la vuelta del año 1914.
Esperemos que todas esas manifestaciones de un humanismo “burgués” en las que
han vuelto a caer las masas y sus dirigentes no tengan ahora un final parecido
al de entonces. Y esperemos también que no se produzcan ahora, en un movimiento
de péndulo, las reacciones “totalitarias”, fascismo y comunismo, que siguieron
entonces a ese dominio del liberalismo demócrata “burgués”.
Para insultar a los mantenedores de
esos movimientos artísticos y literarios que destacaban por su originalidad a
finales del XIX, y que en cierto modo son antecedentes directos de las entonces
próximas vanguardias, Nordau recurre a la noción seudoclínica de
“degeneración”, que por aquel entonces, por obra principalmente de Lombroso,
hacía furor en medios científicos y semi-científicos. Según Lombroso y sus
seguidores, todas las “rarezas” contrarias al mundo “burgués”, desde la
criminalidad a la “genialidad” o seudogenialidad pasando por las diversas
formas de locura, eran producto de un proceso hereditario de degeneración de la
“raza” que se manifestaba en los famosos rasgos fisiognómicos estudiados por
estos seudoinvestigadores, pero que también tenía secuelas psíquicas, de las
que se ocupa Nordau en su libro. Para éste, todas las grandes figuras
literarias y artísticas originales de la segunda mitad del siglo XIX eran “degenerados”:
los prerrafaelistas, los impresionistas, Baudelaire, Verlaine, Mallarmé,
Rimbaud, Wagner, Tolstoi, Ibsen, Zola, Nietzsche, junto a otras figuras menores
en su órbita hoy olvidadas o menos conocidas. El éxito que ya entonces
comenzaban a tener estos personajes en algunos sectores cada vez más amplios,
que Nordau identifica con la “buena sociedad” ociosa, es atribuido en el libro
a otra patología, la histeria.
Para explicar las “rarezas” de estos
creadores, “rarezas” como el gusto por las ideas “extravagantes” e inconcretas,
el gusto por “epatar”, e incluso recursos formales como la sinestesia de los
poetas simbolistas o los primeros esbozos de ruptura con el realismo de los
pintores impresionistas y afines, Nordau recurre a los principios de una
elemental psicología asociacionista que hará sonreír a los señores profesores
de filosofía actuales que hayan pasado por la fenomenología. Yo no despacharía
esos principios tan alegremente, pues no sé si nuestra experiencia vital real y
concreta, que hay que separar radicalmente de la producción trascendental
de las proposiciones científicas, está o no constituida en su esencia por las
leyes psicológicas meramente empíricas, no trascendentales, de la
asociación de ideas.
En cualquier caso, para Nordau las
rupturas de los “genios” finiseculares del XIX con las formas y procedimientos
lógicos, “clásicos” y “sensatos” se debían a una voluntad enfermiza que no era
capaz de dirigir una atención robusta que estableciera en sus mentes
nítidamente los contornos de las ideas, su combinación asociativa y sus
expresiones. Dice Nordau hablando de la incapacidad para la atención cuidadosa
y el trabajo mental regular propia de los que un tal Magnan llamaba
“degenerados superiores” y Lombroso “matoideos”(el equivalente italiano
de “locoides”) : “se alegra de su imaginación que opone al prosaísmo del filisteo,
y se consagra con predilección a toda clase de ocupaciones libres que permiten
a su espíritu la vagancia ilimitada, mientras que no puede sujetarse a las
funciones burguesas reguladas que exigen atención y una constante consideración
de la realidad. Llama a esto `una disposición para el ideal`, se atribuye
inclinaciones estéticas irresistibles y se califica arrogantemente de artista
[o estudia filosofía, añado yo]”. Esta incapacidad para la robusta y realista
asociación de ideas que sería condición del pensamiento sano y apto para la
“ciencia” es, junto con la locura moral, la emotividad, el abatimiento tedioso
y el misticismo, uno de los rasgos básicos que definirían la psique de los que
Nordau llama sin rodeos “débiles mentales”. Con “locura moral” se refiere el
autor de Degeneración a la “moral insanity”, la falta, teórica o
práctica, de todo sentido de la moralidad. Sabemos nosotros a qué tipo de fácil
moralismo filisteo se debe esta acusación, pues a los que estamos incapacitados
para todo trabajo o servicialidad de tipo “burgués” y tenemos todos los rasgos
propios del “débil mental” que trata de pasar por hombre especial y “superior”
(e incluso admitimos que podríamos poner en nuestra boca la paráfrasis del Homo
sum de Terencio que Nordau hace, a propósito de Wagner:”Soy un
desequilibrado y ninguna perturbación intelectual humana me es ajena”) nos son
bien conocidos los filisteos que piensan que somos “malas personas” y
nos atribuyen una “mala fama” que, puesto que no habrán hecho ninguna encuesta
para confirmarla empíricamente, seguramente ellos afirman de nosotros porque sí
se da en sus habladurías sobre nosotros.
También según Nordau, uno de los
efectos de los rasgos básicos de los “imbéciles”, como también los llama,
intelectuales es su inconformismo, su negativismo y su oposición a toda
situación social que les obligue a tener que rendir como personas “normales”.
Al igual que Lombroso, Max Nordau mete a los anarquistas y revolucionarios en
general en el saco de los degenerados.
En un asqueroso capítulo dedicado a
demostrar que en el caso de Richard Wagner nos encontraríamos ante el más
degenerado de los degenerados, Nordau carga las tintas en algo que ha sido notado
por otros muchos autores: la mezcla en el gran Maestro de Bayreuth de
erotomanía y confusos sentimientos piadosos y místicos. Otros, sin saber darle
ninguna salida artística a esta mixtura, padecemos lo mismo y no por casualidad
o por mero snobismo somos devotos de Wagner. Pero gracias a padecer este
síntoma de “debilidad mental” somos capaces de comprender el gran misterio y la
tremenda verdad que se esconde en la postura religiosa tradicional sobre la
sexualidad…
La lectura del libro de Max Nordau me
ha hecho pensar que algunos de los que nos hemos rebelado contra el “mundo
burgués”, procediendo de ambientes pequeñoburgueses “retrasados” –en el sentido
de impregnados todavía de cierta cultura burguesa “clásica” y no hundidos en el
pragmatismo cínico y obtuso de los sectores más “avanzados” de esa pequeña
burguesía –, no hemos hecho sino reproducir la rancia figura del snob en
lucha con el filisteo. Al no haber asimilado lo suficiente la
experiencia de las vanguardias, que significó la aparición de un mundo
positivamente distinto del mundo “burgués” y no su mera negación, nos hemos
quedado en el enfrentamiento decimonónico entre el “burgués” y el hombre
singular. Nos hemos quedado en un romanticismo anterior a las sofisticadas
aportaciones del siglo XX. No hemos sabido crearnos un mundo intelectual abstracto,
es decir separado de las determinaciones sociales ideológicas, en el que
poder afirmarnos intelectualmente sin ni siquiera acordarnos de la miseria
“burguesa”, sino que, por el contrario, necesitamos continuamente mirar de
reojo a esa miseria para compararnos con ella y así poder autoafirmarnos
psicológicamente.
Nuestro coqueteo con el izquierdismo
revolucionario ha sido eso que tanto se ocuparon de denostar los marxistas:
rebeldía pequeñoburguesa, basada en motivaciones irracionalistas y no
“científica”. Las razones “progresistas”, o basadas en la idea de justicia, de
una opción política por los desheredados nos han sido siempre ajenas. Nuestra
rebeldía ha sido puramente estética y dirigida no contra los explotadores sino
contra la vulgaridad del filisteo. Hemos desconocido cualquier tipo de
“obrerismo” en nuestra rebeldía. En esto tal vez hayamos gozado de una ventaja
política, pues podría rastrearse perfectamente cómo el culto al trabajo, la
producción y la tecnociencia del movimiento obrero “ortodoxo” no ha sido ajeno
al fracaso del llamado “socialismo real”.
Pero no hemos sabido los
“pequeñoburgueses antipequeñoburgueses” adentrarnos en el mundo intelectual
“puro”, libre de adherencias de problemáticas “psico-ideológicas”, en el que
viven los “intelectuales” “avanzados” de la actualidad; un mundo ajeno a toda
preocupación antiburguesa y desconectado de toda inquietud que pueda producir
todavía en algunos segmentos “retrasados” la contradicción inherente al mundo
pequeñoburgués tradicional entre “cultura” y “filisteísmo”. En el seno de la
nueva “pequeña burguesía universal”, que hoy domina en todas partes, esa
contradicción también ha sido anulada, pero por el camino, inverso al seguido
por la intelectualidad, de quedarse sólo con el “filisteísmo”, o por decirlo de
manera que se entenderá mejor, en un estado de encefalograma cultural plano.
El mundo del vanguardismo
–entendiendo por vanguardismo desde los primeros balbuceos del dadaísmo, el
surrealismo y el futurismo hasta el post-estructuralismo, que es una forma de
vanguardismo filosófico y tal vez sólo se quede en eso, y la post-modernidad,
que es un rizar el rizo del vanguardismo con apariencia, en algunos casos, de
superación –es un mundo que no necesita para nada de la pugna con el mundo
“burgués”, es un mundo definitivamente superador del romanticismo que nosotros
nunca hemos acabado de superar.
Por otra parte, la filosofía ofrece
en todas las épocas un mundo intelectual puro donde las conexiones puramente
ideales que se establecen dentro de él neutralizan las influencias que sobre él
pudiera tener cualquier problemática ideológica, psicológica o de psicología
ideológica. (Al menos esa es la “ideología” de los profesores de filosofía
actuales de cierto nivel, que en eso se parecen a los profesores de filosofía
de todas las épocas. Pero, ¿quién se atrevería a interpretar hoy a Heidegger,
Foucault o Derrida, o incluso, por otro lado, a Habermas, como exponentes del
estado de ánimo de una clase o subclase intelectual o a desvelar, en un
análisis ideológico “more psicoanalítico”, sus filosofías como
expresiones de ocultos intereses de clase?)
O sea, que los “pequeñoburgueses
antipequeñoburgueses” hemos vivido en un mundo cultural decimonónico y pre-vanguardista
y, además, envueltos en un conflicto
ideológico pre-filosófico.
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