lunes, 26 de septiembre de 2016

AVISO

LOS TRES SIGUIENTES ARTÍCULOS DE ESTE BLOG PUEDEN ENCONTRARSE TAMBIÉN EN MI LIBRO "MIS PANFLETOS INTELECTUALES", AUTOEDITADO EN megustaescribirlibros.com

SOBRE "SEXO Y CARÁCTER" DE OTTO WEININGER

(Artículo escrito por mí y aparecido en Enero de 1989 en la revista Meta, publicada entonces por un grupo de estudiantes de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid. He introducido unas mínimas correcciones.) 

La dirección dominante dentro del pensamiento filosófico moderno y occidental ha ido apartando a éste tanto de la producción de cosmovisiones como de la indagación en lo psicológico. El “logos” de lo real ha sido considerado por la corriente central y caracterizadora del pensar europeo como algo presente de suyo en determinados supuestos ontológicos o gnoseológicos no cuestionados, no como algo a ser descubierto en tanto que sentido del ser de lo real o como punto de vista último desde el que enfocar el problema del hombre considerado en la concreción de su existencia individual. Mientras tanto la tarea de construir cosmovisiones en filosofía, así como la de intentar comprender lo individual a partir de principios metafísicos ha corrido por cuenta de los pensadores considerados habitualmente como irracionalistas.
                  Es justamente partiendo de Schopenhauer y su cosmovisión pesimista en la que el deseo es la instancia a negar y reprimir, y pasando por el Nietzsche esencial , el Nietzsche psicólogo, como llegamos a Otto Weininger y su obra Sexo y Carácter en la que intenta elevar su desmesurada misoginia al rango de una psicología con aspiraciones de alcance filosófico que acaba convirtiéndose en una cosmovisión antropológica, podríamos decir, en la que la contraposición entre lo masculino y lo femenino adquiere un sentido metafísico; queda convertida en el antagonismo esencial existente en el seno de la realidad, en el que se refleja un antagonismo universal.
                  Pero antes de adentrarnos en el curioso, cuanto menos, pensamiento de Weininger, parece obligado detenerse en un dato biográfico que n o se puede olvidar al acercarse a su obra y que a muchos les parecerá prueba definitiva de que su extravagante diatriba antifemenina es reductible a pura patología. Weininger puso fin a su vida e de un pistoletazo en la misma casa de su Viena natal donde había muerto Beethoven, en 1903, cuando apenas contaba 23 años de edad. Pero para contrarrestar la opinión de que Sexo y Carácter  es fruto simplemente del desquiciamiento de un enfermo decadente vienés finisecular leamos lo que dice Bartley sobre este asunto en su libro sobre Wittgenstein: “se ha señalado frecuentemente que Wittgenstein admiró la obra de O. Weininger (…) Aquellos que hoy desprecian a Wininger como un enfermo deberían recordar, si quieren entender las corrientes subterráneas del pensamiento de la Europa central anterior a la Primera Guerra Mundial, que muchos de los contemporáneos de Weininger le tomaron muy en serio. Entre 1903 y 1923 Sexo y Carácter tuvo veinticinco ediciones y en 1923 su libro se tradujo a ocho idiomas”. En cualquier caso nos encontramos ante alguien que merece ser incluido en ese grupo de hombres a los que nos debemos atrever a llamar mártires del espíritu y que nos enseñan sobre la condición del pensador más de lo que habitualmente estamos dispuestos a reconocer.
                  Al igual que Schopenhauer, Weininger  intenta apoyar el comienzo del desarrollo d esu doctrina en el pensador que parce más alejado de toda doctrina en este sentido, Kant. Weininger coincide con éste en que es necesario salvar al Yo de la crítica empirista para mantenerlo en su dignidad de instancia fundante de la racionalidad. Weininger dice situarse en la dirección (cita como pertinentes a ella nombres como los de Windelband y Husserl entre otros) que “contra el método psicológico-genético de Hume hace valer y mantiene el pensamiento crítico-trascendental de Kant”(Sexo y Carácter, pg. 144). Pero en contra de Kant, Weininger no se conforma con un Yo sustancial (alma) que sea solamente una realidad (nouménica) a la que se acceda por el reconocimiento de que en el hombre se da el factum de la conciencia moral, siendo desde el punto de vista de la primera crítica simplemente una posibilidad. Coincidiendo con Fichte, Wininger piensa que la lógica, empezando por el principio de identidad, A=A, requiere que se dé la identidad de un sujeto poseedor de una realidad inteligible. Pero Weininger le da un giro psicologista al admitir un Yo sustancial como fundamento de la racionalidad de la experiencia más allá de las formas aprióricas de la sensibilidad y el entendimiento; este Yo sustancial no está dado trascendentalmente por encima de toda contingencia empírica sino que es deducido a partir de la actividad del sujeto psicológico que mediante la memoria como facultad empírica unifica la corriente de sus vivencias singulares. Hay Yo sustancial allí donde se pueda sentir la propia vida como “una serie lógica de sucesos continuos, sin lagunas, ordenados en forma causal, poniendo en relación el principio, el medio y el fin de la vida individual” (op. cit., pg. 158). De la opinión de que en la mujer pura no se da una tal continuidad de la experiencia  posibilitada por la memoria se deduce que la mujer carece de Yo sustancial, de alma, y por lo tanto no puede pensar lógicamente: “un ser que como la mujer absoluta  no se sintiese idéntico en los diferentes momentos sucesivos no poseería siquiera la evidencia de la identidad del objeto de su pensamiento en los diversos instantes”. Por tanto, cuando falta la memoria falta la posibilidad de pensar lógicamente. De su argumentación deduce Weininger que existe una gradación variable de la identidad y unidad del sujeto, de su sustancialidad: es máxima en el sujeto empírico en el que la conexión de la experiencia psicológicamente asentada es máximo, el hombre genial, que es el hombre puramente masculino, y no existe en el sujeto en el que la desconexión de la experiencia es máxima, la mujer absoluta.
                  Cuando Weininger habla de hombre o de mujer absolutos está refiriéndose a tipos ideales, pues parte de la hipótesis, que él intenta probar con argumentos de tipo biológico desarrollados en la primera parte del libro, de que en toda persona se da una combinación de elementos masculinos y femeninos: Weininger afirma por tanto la bisexualidad de toda persona. Este asunto de la bisexualidad en Weininger tiene su historia, pues fue la causa de que Freud rompiera con el amigo, Wilhelm Fliess, que fue el testigo de su autoanálisis. Freud había comunicado, presentándola como suya cuando en realidad era de Fliess, la tesis de la bisexualidad a un paciente, Swoboda, en el curso de la terapia; éste a su vez se la comunicó a Weininger, quien la utiliza en Sexo y Carácter sin citar a Fliess. Cuando se publicó Sexo y Carácter se produjo una agria polémica entre Freud y Fliess que acabó con su amistad. Freud, sin embargo, llegó a reconocer, en vano, antes de la ruptura que había sufrido un “olvido” al declarar como suya la tesis de la bisexualidad.
                  Pero volvamos a Weininger . Decíamos que para él n o existen como personas reales ni la mujer pura ni el hombre puro. Esto quiere decir que igual que no se da un ser humano totalmente alógico, tampoco se da un sujeto puramente lógico. De esto último se sigue que el concepto lógico puro no se hace presente nunca en ninguna conciencia pues toda representación suya está siempre contaminada por la materialidad contingente y empírica de los sujetos psicológicos en los que aparece. Todo concepto en tanto que dado en una conciencia particular es una “representación gráfica general” (op. cit., pg. 157). Lo puramente formal, la idea lógica de una clase de particulares no puede ser nunca alcanzada en una conciencia particular pues es intemporal y puramente ideal y, por lo tanto, no puede ser en cuanto tal contenido del sujeto que está contaminado por el tiempo y por la materia que recibe a través de la percepción sensible, materialidad y temporalidad que , por supuesto, Weininger identifica con el principio femenino, mientras que lo formal-racional se corresponde con el principio masculino. Lo dicho anteriormente con respecto a la lógica también es aplicable a la ética. Ésta tiene su manifestación empírica en el arrepentimiento y, por lo tanto, requiere como condición que se dé la cohesión que haga que el sujeto experimente como suyos todos los actos realizados por él en el pasado. Los preceptos de la lógica, por tanto,  sólo pueden ser observados por un sujeto que sea lógico y que por tanto se sienta constantemente como idéntico a sí mismo, con toda la corriente de sus vivencias. Lógica y ética se hacen dependientes mutuamente , pues también la lógica al no estar dada trascendentalmente a priori sino que depende de que el sujeto se sienta a sí mismo como idéntico, se convierte en un precepto ético: “la lógica constituye una ley a la que se debe obedecer, y el hombre sólo llega a ser tal cuando es completamente lógico y n o lo será hasta tanto no sea en todo y pot todo lógico”.
                  Como vemos, Weininger asocia todo lo que desde el punto de vista de la filosofía moderna  constituye la racionalidad del hombre a lo que en el hombre hay de masculino. Lo femenino no sólo es el principio psicológico inferior, sino que representa la antítesis de todo ,o metafísicamente positivo: la necesidad frente a la libertad, la materia frente al espíritu, la temporalidad terrestre frente a lo intemporal, la culpabilidad frente a la inocencia; en definitiva todo lo que encadena al hombre a la existencia en este bajo mundo…
                  Pero en el hombre también se da lo que es específico de su ser intemporal; el resultado de la lucha entre lo masculino y lo femenino no está decidido, ni siquiera dentro de las mujeres mismas, que como queda dicho n o son nunca mujeres absolutas por la hipótesis de la bisexualidad. En esto radica el que Weininger no deduzca de su filosofía un antifeminismo práctico. No se debe relegar a la mujer a lo propiamente femenino, sino todo lo contrario; hay que ayudar a la mujer a desprenderse de lo femenino y a que triunfe en ella también lo masculino. Este triunfo al nivel de la especie sólo será posible si ambos géneros renuncian a lo que constituye la manifestación más pura y más directa del principio femenino, a saber, la sexualidad. Lo femenino no es el objeto del deseo, es el deseo mismo. El fenómeno de la tercería, que según Weininger se observa en toda mujer, muestra que lo que más desa la mujer es que el acto sexual se realice el mayor número posible de veces. El peculiar racionalismo de Weininger le lleva a la conclusión de que el triunfo de la Humanidad como idea, es decir, la actualización absoluta de la lógica y de la ética, pasa por la renuncia de la Humanidad como especie a su pervivencia. Weininger es, desde luego, implacable a la hora de llevar sus ideas a sus últimas consecuencias.
                  Sin duda, los argumentos de Weininger tienen un pathos que en los tiempos que corren resulta difícil de entender y sin duda son en sí mismos delirantes. Tampoco hay duda alguna de que su forma de razonar es más bien endeble y poco rigurosa; como dice Carlos Castilla del Pino en su introducción a la traducción castellana de la obra: “En Sexo y Carácter  se da una yuxtaposición de juicios de hecho y juicios de valor en el nivel mismo del texto en donde argumentos y análisis se ven frecuentemente suplantados por el prejuicio y la racionalización” (op. cit., p.6). Pero como afirma el propio Castilla del Pino en esta misma introducción, el libro que tratamos debe ser tenido en cuenta como significativo en su época debido al enorme éxito que alcanzó en su día. Tampoco está de más señalar que la concepción que Weininger tiene de la mujer no dista demasiado, aunque la valoración sea opuesta, de la que puede tener alguien como Agustín García Calvo cuando dice: “el sexo de por sí, el femenino, está diciendo de sí mismo: es una amenaza de infinitud, de indefinición, de pérdida para el Poder en toda la sociedad establecida” (Filosofía y sexualidad, Anagrama, p.54). Que lo otro  de la razón sea pensado como sana inmediatez revolucionaria, libre de las coerciones del pensamiento, o como aquello sobre lo cual el sujeto debe imperar en nombre de su esencia racional. O que sea identificado con la mujer  o con cualquier otra cosa es cuestión de gusto, pero en todo caso lo puramente pulsional, lo no reductible a representación permanece siempre frente al pensamiento como un reto.                    
OBRAS CITADAS
Otto Weininger: Sexo y Carácter, Península

Fernando Savater(editor): Filosofía y Sexualidad, Anagrama       

COMENTARIO SOBRE EL LIBRO "DEGENERACIÓN" DE MAX NORDAU SEGUIDO DE UNA PEQUEÑA AUTOCRÍTICA INTELECTUAL

En el libro Degeneración, obra publicada en 1893 por el médico judío Max Nordau y de la que existe traducción castellana recientemente reeditada, puede encontrar todavía hoy el hombre “normal” y de “sentido común” (como diría Rajoy), es decir el filisteo, material aprovechable para hacer la crítica de su contrario, el snob intelectual y estético, aunque las referencias literarias y artísticas de Nordau parecerán a muchos anticuadas.
            Si para el pobre “burgués” Max Nordau resultaba, en 1893, que el prerrafaelismo, el simbolismo, el wagnerismo, el decadentismo, el naturalismo, el tolstoísmo y el ibsenismo eran manifestaciones de la “debilidad mental” y de la locura por degeneración en el arte y la literatura, no sabía el pobrecito lo que se les venía encima a los buenos burgueses con las vanguardias, que por aquel entonces no iban a tardar mucho en irrumpir. Aparte de lo que también esperaba al positivismo, el cientificismo, el pacifismo, el democratismo liberal, el progresismo bienpensante y a todo ese maravilloso “burguesismo” de la “belle epoque”, dentro del cual se inscribe la posición de Nordau, a la vuelta del año 1914. Esperemos que todas esas manifestaciones de un humanismo “burgués” en las que han vuelto a caer las masas y sus dirigentes no tengan ahora un final parecido al de entonces. Y esperemos también que no se produzcan ahora, en un movimiento de péndulo, las reacciones “totalitarias”, fascismo y comunismo, que siguieron entonces a ese dominio del liberalismo demócrata “burgués”.
            Para insultar a los mantenedores de esos movimientos artísticos y literarios que destacaban por su originalidad a finales del XIX, y que en cierto modo son antecedentes directos de las entonces próximas vanguardias, Nordau recurre a la noción seudoclínica de “degeneración”, que por aquel entonces, por obra principalmente de Lombroso, hacía furor en medios científicos y semi-científicos. Según Lombroso y sus seguidores, todas las “rarezas” contrarias al mundo “burgués”, desde la criminalidad a la “genialidad” o seudogenialidad pasando por las diversas formas de locura, eran producto de un proceso hereditario de degeneración de la “raza” que se manifestaba en los famosos rasgos fisiognómicos estudiados por estos seudoinvestigadores, pero que también tenía secuelas psíquicas, de las que se ocupa Nordau en su libro. Para éste, todas las grandes figuras literarias y artísticas originales de la segunda mitad del siglo XIX eran “degenerados”: los prerrafaelistas, los impresionistas, Baudelaire, Verlaine, Mallarmé, Rimbaud, Wagner, Tolstoi, Ibsen, Zola, Nietzsche, junto a otras figuras menores en su órbita hoy olvidadas o menos conocidas. El éxito que ya entonces comenzaban a tener estos personajes en algunos sectores cada vez más amplios, que Nordau identifica con la “buena sociedad” ociosa, es atribuido en el libro a otra patología, la histeria.
            Para explicar las “rarezas” de estos creadores, “rarezas” como el gusto por las ideas “extravagantes” e inconcretas, el gusto por “epatar”, e incluso recursos formales como la sinestesia de los poetas simbolistas o los primeros esbozos de ruptura con el realismo de los pintores impresionistas y afines, Nordau recurre a los principios de una elemental psicología asociacionista que hará sonreír a los señores profesores de filosofía actuales que hayan pasado por la fenomenología. Yo no despacharía esos principios tan alegremente, pues no sé si nuestra experiencia vital real y concreta, que hay que separar radicalmente de la producción trascendental de las proposiciones científicas, está o no constituida en su esencia por las leyes psicológicas meramente empíricas, no trascendentales, de la asociación de ideas.
            En cualquier caso, para Nordau las rupturas de los “genios” finiseculares del XIX con las formas y procedimientos lógicos, “clásicos” y “sensatos” se debían a una voluntad enfermiza que no era capaz de dirigir una atención robusta que estableciera en sus mentes nítidamente los contornos de las ideas, su combinación asociativa y sus expresiones. Dice Nordau hablando de la incapacidad para la atención cuidadosa y el trabajo mental regular propia de los que un tal Magnan llamaba “degenerados superiores” y Lombroso “matoideos”(el equivalente italiano de “locoides”) : “se alegra de su imaginación que opone al prosaísmo del filisteo, y se consagra con predilección a toda clase de ocupaciones libres que permiten a su espíritu la vagancia ilimitada, mientras que no puede sujetarse a las funciones burguesas reguladas que exigen atención y una constante consideración de la realidad. Llama a esto `una disposición para el ideal`, se atribuye inclinaciones estéticas irresistibles y se califica arrogantemente de artista [o estudia filosofía, añado yo]”. Esta incapacidad para la robusta y realista asociación de ideas que sería condición del pensamiento sano y apto para la “ciencia” es, junto con la locura moral, la emotividad, el abatimiento tedioso y el misticismo, uno de los rasgos básicos que definirían la psique de los que Nordau llama sin rodeos “débiles mentales”. Con “locura moral” se refiere el autor de Degeneración a la “moral insanity”, la falta, teórica o práctica, de todo sentido de la moralidad. Sabemos nosotros a qué tipo de fácil moralismo filisteo se debe esta acusación, pues a los que estamos incapacitados para todo trabajo o servicialidad de tipo “burgués” y tenemos todos los rasgos propios del “débil mental” que trata de pasar por hombre especial y “superior” (e incluso admitimos que podríamos poner en nuestra boca la paráfrasis del Homo sum de Terencio que Nordau hace, a propósito de Wagner:”Soy un desequilibrado y ninguna perturbación intelectual humana me es ajena”) nos son bien conocidos los filisteos que piensan que somos “malas personas” y nos atribuyen una “mala fama” que, puesto que no habrán hecho ninguna encuesta para confirmarla empíricamente, seguramente ellos afirman de nosotros porque sí se da en sus habladurías sobre nosotros.
            También según Nordau, uno de los efectos de los rasgos básicos de los “imbéciles”, como también los llama, intelectuales es su inconformismo, su negativismo y su oposición a toda situación social que les obligue a tener que rendir como personas “normales”. Al igual que Lombroso, Max Nordau mete a los anarquistas y revolucionarios en general en el saco de los degenerados.
            En un asqueroso capítulo dedicado a demostrar que en el caso de Richard Wagner nos encontraríamos ante el más degenerado de los degenerados, Nordau carga las tintas en algo que ha sido notado por otros muchos autores: la mezcla en el gran Maestro de Bayreuth de erotomanía y confusos sentimientos piadosos y místicos. Otros, sin saber darle ninguna salida artística a esta mixtura, padecemos lo mismo y no por casualidad o por mero snobismo somos devotos de Wagner. Pero gracias a padecer este síntoma de “debilidad mental” somos capaces de comprender el gran misterio y la tremenda verdad que se esconde en la postura religiosa tradicional sobre la sexualidad…

            La lectura del libro de Max Nordau me ha hecho pensar que algunos de los que nos hemos rebelado contra el “mundo burgués”, procediendo de ambientes pequeñoburgueses “retrasados” –en el sentido de impregnados todavía de cierta cultura burguesa “clásica” y no hundidos en el pragmatismo cínico y obtuso de los sectores más “avanzados” de esa pequeña burguesía –, no hemos hecho sino reproducir la rancia figura del snob en lucha con el filisteo. Al no haber asimilado lo suficiente la experiencia de las vanguardias, que significó la aparición de un mundo positivamente distinto del mundo “burgués” y no su mera negación, nos hemos quedado en el enfrentamiento decimonónico entre el “burgués” y el hombre singular. Nos hemos quedado en un romanticismo anterior a las sofisticadas aportaciones del siglo XX. No hemos sabido crearnos un mundo intelectual abstracto, es decir separado de las determinaciones sociales ideológicas, en el que poder afirmarnos intelectualmente sin ni siquiera acordarnos de la miseria “burguesa”, sino que, por el contrario, necesitamos continuamente mirar de reojo a esa miseria para compararnos con ella y así poder autoafirmarnos psicológicamente.
            Nuestro coqueteo con el izquierdismo revolucionario ha sido eso que tanto se ocuparon de denostar los marxistas: rebeldía pequeñoburguesa, basada en motivaciones irracionalistas y no “científica”. Las razones “progresistas”, o basadas en la idea de justicia, de una opción política por los desheredados nos han sido siempre ajenas. Nuestra rebeldía ha sido puramente estética y dirigida no contra los explotadores sino contra la vulgaridad del filisteo. Hemos desconocido cualquier tipo de “obrerismo” en nuestra rebeldía. En esto tal vez hayamos gozado de una ventaja política, pues podría rastrearse perfectamente cómo el culto al trabajo, la producción y la tecnociencia del movimiento obrero “ortodoxo” no ha sido ajeno al fracaso del llamado “socialismo real”.
            Pero no hemos sabido los “pequeñoburgueses antipequeñoburgueses” adentrarnos en el mundo intelectual “puro”, libre de adherencias de problemáticas “psico-ideológicas”, en el que viven los “intelectuales” “avanzados” de la actualidad; un mundo ajeno a toda preocupación antiburguesa y desconectado de toda inquietud que pueda producir todavía en algunos segmentos “retrasados” la contradicción inherente al mundo pequeñoburgués tradicional entre “cultura” y “filisteísmo”. En el seno de la nueva “pequeña burguesía universal”, que hoy domina en todas partes, esa contradicción también ha sido anulada, pero por el camino, inverso al seguido por la intelectualidad, de quedarse sólo con el “filisteísmo”, o por decirlo de manera que se entenderá mejor, en un estado de encefalograma cultural plano.
            El mundo del vanguardismo –entendiendo por vanguardismo desde los primeros balbuceos del dadaísmo, el surrealismo y el futurismo hasta el post-estructuralismo, que es una forma de vanguardismo filosófico y tal vez sólo se quede en eso, y la post-modernidad, que es un rizar el rizo del vanguardismo con apariencia, en algunos casos, de superación –es un mundo que no necesita para nada de la pugna con el mundo “burgués”, es un mundo definitivamente superador del romanticismo que nosotros nunca hemos acabado de superar.
            Por otra parte, la filosofía ofrece en todas las épocas un mundo intelectual puro donde las conexiones puramente ideales que se establecen dentro de él neutralizan las influencias que sobre él pudiera tener cualquier problemática ideológica, psicológica o de psicología ideológica. (Al menos esa es la “ideología” de los profesores de filosofía actuales de cierto nivel, que en eso se parecen a los profesores de filosofía de todas las épocas. Pero, ¿quién se atrevería a interpretar hoy a Heidegger, Foucault o Derrida, o incluso, por otro lado, a Habermas, como exponentes del estado de ánimo de una clase o subclase intelectual o a desvelar, en un análisis ideológico “more psicoanalítico”, sus filosofías como expresiones de ocultos intereses de clase?)
            O sea, que los “pequeñoburgueses antipequeñoburgueses” hemos vivido en un mundo cultural decimonónico y pre-vanguardista y, además, envueltos en un  conflicto ideológico pre-filosófico.

      

                             

RICHARD WAGNER Y LA FILOSOFÍA

I

            Somos  algunos los que estamos convencidos de que si no fuera por lamentables circunstancias políticas que se entrometieron en su recepción, Wagner sería considerado hoy como uno de los grandes titanes, a la altura de un Miguel Ángel, un Dante, un Shakespeare o un Beethoven. Pero aquí no vamos a ocuparnos de valorar a Wagner como músico y como artista “total”, tarea que dejamos para plumas más autorizadas que la nuestra..
            Aquí vamos solamente a tratar de indicar y comentar algunas de las relaciones que existen, y que son muchas, entre la filosofía y Wagner como hombre creador  y como ideólogo del arte.
            Wagner solía decir que su música era más que música. Lo cual provocaba la indignación de Nietzsche en su época de enemistad hacia el Maestro de Bayreuth, y decía entonces Nietzsche: “Así no habla ningún músico verdadero”. Si la música de Wagner es más que música es porque  en sus óperas o dramas musicales hay, además de música, alta poesía, filosofía, política, ideología artística, “arte total”.
            En lo que respecta a la filosofía es conocida  la influencia que el Maestro recibió del pensamiento de Schopenhauer. Conocida es también la amistad con Nietzsche que desembocó en animadversión de éste hacia la obra wagneriana, animadversión que Nietzsche expresó con su habitual brutalidad exquisita.
            Pero las relaciones de Wagner con la filosofía empezaron mucho antes. Cuenta el Maestro en su autobiografía “Mi vida”  que habiendo ingresado como estudiante en la universidad de Leipzig hizo el esfuerzo, por la época en que había empezado a estudiar música,de asistir a algunos cursos de dicha universidad. Wagner se matriculó en el curso sobre “Fundamentos de la filosofía” de un tal Traugott Krug (autor de un famoso diccionario filosófico de la época que todavía hoy es citado, por ejemplo, por Franco Volpi en su libro sobre el nihilismo); pero no debió agradarle lo allí expuesto porque , nos dice en “Mi vida”, una sola lección bastó para disuadirlo de aquel intento. Sin embargo volvió a acudir a unas lecciones de Estética  de un tal profesor Weiss, que había traducido la “Metafísica” de Aristóteles y polemizado con Hegel. Este profesor era amigo del tío de Wagner, Adolph Wagner, filólogo clásico de cierto renombre en la Alemania de la época (era conocido por Goethe), que influyó decisivamente en los primeros escarceos intelectuales de su sobrino. Nos dice Wagner en  “Mi vida” que las conversaciones que había escuchado entre su tío y Weiss sobre la filosofía y los filósofos  le habían producido una gran impresión. Wagner se sentía cautivado por la distraída manera de ser, la rápida y precipitada manera de hablar y la inteligente y ensimismada expresión fisionómica de Weiss, al que, al parecer, se le reprochaba su falta de claridad al escribir, contra lo que Weiss se justificaba diciendo que era imposible  que los más profundos problemas del espíritu humano fueran resueltos por el pueblo. Wagner nos dice que adoptó esta máxima como norma de todo lo que él mismo escribía. Tuvo que dirigir una carta a su hermano mayor Albert, y éste asustado por su estilo creyó que Richard estaba a punto de volverse loco. No obstante Wagner no logró perseverar en las lecciones de Estética con Weiss, pues, nos dice, “mi apasionada tendencia vital de entonces me empujaba a cosas totalmente distintas de los estudios estéticos”, y decidió, presionado por su madre, volcar sus esfuerzos en la música, aprendizaje para el que se buscó un nuevo profesor.        
Mucho menos conocida que la relación intelectual con Schopenhauer y la amistad con Nietzsche y las posteriores invectivas de éste contra su antiguo amigo es la influencia que Wagner recibió en su primera juventud creativa del “hegeliano de izquierda” Feuerbach. Wagner encontró en el materialismo y sensualismo de Feuerbach, crítico de la religión y de la culminación espiritualista del sistema de Hegel, un estímulo
para su inclinación juvenil a exaltar la libertad de los sentidos. Esta inclinación de primera juventud de Wagner, poco conocida, recibió también apoyo en la lectura que Wagner hizo de la obra literaria, publicada todavía en el siglo XVIII, “Ardinghello y las islas afortunadas” de Wilhelm Heinse, donde se describe una utopía de amantes dedicados a la vez al disfrute sensual y al placer estético superior. La plasmación musical del primer sensualismo de Wagner está en la muy poco conocida ópera “La prohibición de amar”, donde tomando como referencia el argumento de la comedia “Medida por medida” de Shakespeare se critica la hipocresía represora. Muy pronto la ideología de Wagner sobre el amor sensual se complicaría y así ya en la ópera “Tannhäuser” se escenifica la lucha entre el amor carnal y el amor espiritual, con victoria final del segundo. Hasta llegar al mensaje, tan mal entendido y recibido por Nietzsche, de renunciación y opción por la compasión frente a la sensualidad que Wagner ofrece en su última obra, “Parsifal”.
            Pero la gran influencia filosófica sobre el Wagner maduro fue la de Schopenhauer. El “mago de Bayreuth” encontró un revulsivo filosófico, que plasmaría principalmente en “Tristán e Isolda” y en la concepción final del “Anillo del Nibelungo”, en la doctrina del implacable pesimista filosófico sobre una voluntad metafísica presente en todo lo existente que lleva en su manifestación fenoménica a la existencia como un continuo sufrimiento, por su insaciabilidad y por la utilización que esta voluntad hace de los individuos para sus propios fines de continua reproducción de  una vida carente de todo sentido teleológico trascendente o histórico, y sobre la necesidad y posibilidad de salvarse de este continuo sufrimiento a través de la renuncia ascética, la negación de la voluntad de vivir o la fruición estética, en la que ya no somos juguetes de la voluntad sino sus contempladores.
            En “Tristán e Isolda”, los amantes encuentran en la noche  y en la misma muerte la fusión  con el principio metafísico último de la naturaleza, donde las individualidades aisladas durante el día por la vida convencional quedan redimidas en el reposo común en lo inconsciente, allí donde ya no hay deseo del yo separado que lleva al continuo sufrimiento.
            La influencia o la afinidad con Schopenhauer también está presente en la concepción final del “Anillo del Nibelungo”, que en principio iba a ser una epopeya de la revolución que podría haber terminado, como señalaba en su libro “El perfecto wagneriano” Georges Bernard Shaw, con el triunfo del amor de Brunilda y Sigfrido sobre los dioses, de lo nuevo sobre lo viejo, con Sigfrido, después de haber roto la lanza de su abuelo el dios Wotan, donde estaban grabadas las runas de los pactos que regían el mundo viejo, uniéndose con Brunilda, castigada por el mismo Wotan, por haberle desobedecido, a permanecer dormida rodeada de un círculo de fuego. Pero finalmente, con “El ocaso de los dioses”, se terminó el ciclo de la Tetralogía poniendo en primer plano la renuncia de Wotan a su ambición, la manifestación en él de la voluntad de vivir de Schopenhauer, y con el fin del mundo, entendido éste como el imperio, basado en las convenciones y los pactos que hacen sólido al mundo fenoménico, de los dioses sobre la naturaleza y los hombres. En su obra antiwagneriana”El caso Wagner”, Nietzsche hace referencia a esto de la siguiente manera: “...y tradujo el “Anillo”  al lenguaje
schopenhaueriano. Todo va de capa caída, todo camina a su destrucción, el nuevo mundo es tan malo como el viejo; la “nada”, la Circe india, nos hace señas (...) Brunilda, que según la primera intención, debería terminar cantando un himno en honor del amor libre, haciendo vislumbrar al mundo una utopía socialista,en la cual “todo es bueno”, ahora tiene que hacer otra cosa. Ante todo debe estudiar a Schopenhauer; debe poner en versos el cuarto libro de “El mundo como voluntad y representación”(...)El provecho que Wagner debe a Schopenhauer es inmenso. Precisamente el filósofo de la decadencia se dio a sí mismo el artista de la decadencia”.      
            En unos hermosos versos finalmente no puestos en música, con los que iba a concluir “El ocaso de los dioses”, Wagner dejó expresada muy bien la idea de la salvación final por la anegación de toda voluntad de vivir que lleva al poder de unos seres sobre otros y su sustitución por el amor como principio redentor último:
Pasó como un soplo la estirpe de los dioses.
                                   Si dejo al mundo de nuevo sin señor,
                                   También revelo al mundo el tesoro de mi divina sabiduría:
                                   Ni bienes ni oro, ni la pompa de los dioses.
                                   Ni los engañosos lazos de sombríos pactos.
                                   Ni la dura ley de hipócritas costumbres...
                                   Dejad que en el dolor y la alegría exista sólo el amor.

            El señor Heidegger dejó dicho que Schopenhauer no decía nada más que trivialidades. Por lo menos fue el último filósofo grande (con la excepción de Bergson) que tuvo agallas para ofrecer una cosmovisión completa y metafísica distinta del materialismo y no se quedó en “esoterismos” trascendentales u ontológico-trascendentales que sólo ofrecen el esqueleto abstracto del mundo y de la vida y no su carne, con lo que sólo sirven para el lucimiento de señores profesores de filosofía y no para ofrecer una sabiduría del mundo y de la vida, que es lo que siempre prometió, y según su concepto más alto, el nombre de “filosofía”.
            Nietzsche, que ya estaba fascinado por su música, se encontró por primera vez, a los veinticuatro años, con Wagner en Leipzig, la ciudad natal del compositor, a través de un cuñado de Wagner, Brockhaus, que conocía a un profesor universitario del joven y brillante filólogo. Comenzó entonces una amistad en las cumbres del arte y el pensamiento, que terminaría con el distanciamiento de Nietzsche y sus ataques furibundos contra la obra y la persona del Maestro. Pero cuando Nietzsche, viajando desde Basilea, donde era el catedrático de filología griega más joven de todos los territorios de lengua alemana, visitaba a Wagner en su residencia de Lucerna ,donde este había encontrado el remedo de un hogar familiar burgués, dejó escrito lo siguiente en carta a un amigo: “es indescriptible lo que veo y aprendo aquí, lo que oigo y comprendo. Créeme, aún viven Schopenhauer y Goethe, Esquilo y Píndaro”. Nietzsche cayó bajo el hechizo de Wagner, y también de Cósima, la hija de Liszt con la que Wagner convivía y con la que terminaría casándose.    
El primer libro de Nietzsche, “El origen de la tragedia en el espíritu de la música”, es un libro puesto totalmente al servicio de la causa wagneriana. En este libro puede observarse cierta influencia superficial, señalada por el mismo Nietzsche en su autobiografía “Ecce Homo”, de Hegel, al hacerse consistir la fuente del arte en la síntesis entre los impulsos estético-antropológicos opuestos de lo “apolíneo” y lo “dionisiaco”. Para entendernos y simplificando, podemos decir que lo “apolíneo” es la tendencia hacia lo racional-optimista y lo “dionisiaco”, el impulso pesimista-irracional  del hombre. Lo “apolíneo” se expresa en lo brillante, lo solar, la “bella forma”, la imagen resplandeciente como la de los sueños. Lo “dionisiaco” se manifiesta en la “fuerzas oscuras” , la embriaguez “metafísica”, la fusión trágica con la totalidad y unidad de la naturaleza, que son aconceptuales y desbordan toda cultura y todo respeto humanos. Esa unidad y totalidad de la naturaleza son las que Schopenhauer había determinado como “voluntad de vivir”, entendida no como un fenómeno psicológico del yo empírico, sino como principio metafísico presente en la totalidad de lo existente.
            La unión de los dos impulsos, lo “apolíneo” y lo “dionisiaco” sería lo que habría dado lugar a la tragedia griega, y estaría volviéndose a producir, en la época de publicación de “El origen de la tragedia”, según Nietzsche, dentro de la obra de Wagner. Esta significaría no sólo un rebrote estético-musical, sino nada menos que toda una renovación de la cultura alemana, que –según una tradición que no es original de Nietzsche sino que es anterior a él y continúa después en una deriva harto problemática –estaría llamada a ser la reaparición en  la modernidad del genuino espíritu griego. Frente a la decadencia de la cultura “racionalista”, “burguesa” y “alejandrina” dominante a mediados del siglo XIX, Wagner representaría el renacimiento de una auténtica cultura”trágica”, que durante la época de los griegos habría dominado en la filosofía presocrática y en el teatro de Esquilo y Sófocles, hasta la fatal aparición de Sócrates con sus superficiales, a ojos de Nietzsche, optimismo metafísico y racionalismo.
La crítica posterior de Nietzsche a Wagner hay que enmarcarla dentro de su intento de superación del romanticismo, intento donde Thomas Mann veía la principal propuesta de Nietzsche. Este antirromanticismo del Nietzsche maduro transcurre por los caminos de la afirmación incondicional, marcada por un fatalismo trágico y dionisiaco, de todo lo dado por el mero hecho de ser esto la “vida”, y se opone por tanto a todo idealismo de los “valores”, a todo intento de conformar la realidad mediante algo superior a ella, con unos valores que en la plenitud metafísica de lo que para Nietzsche es desvarío idealista se hacen proceder de una realidad distinta a la de este mundo. Frente al idealismo, Nietzsche opone la “fidelidad al sentido de la Tierra”.
            Hoy mismo hay mucha gente antirromántica que rechaza visceralmente a Wagner. No hace mucho una catedrática de algo decía en la radio que no le gustaba Wagner porque no era “moderno”. Pero el romanticismo supone el estado natural y superior de la cultura burguesa, y en una sociedad definitivamente burguesa como la nuestra necesitamos, para no quedarnos en el nivel de lo pequeñoburgués y para elevarnos a lo mejor de la tradición burguesa, buenas dosis de romanticismo. En España tenemos una visión distorsionada del romanticismo porque nuestra tradición literaria romántica es, comparada con la inglesa y sobre todo con la alemana, lamentable y pobrísima. Por esta limitación de nuestra cultura nacional y también por el uso cursi del término “romántico” en el habla cotidiana es fácil tender a asociar lo romántico precisamente con lo pequeñoburgués. Pero el recurso a la expresión artística, literaria y filosófica de altos y nobles ideales y la afirmación estética e intelectual de un mundo superior de valores positivos opuestos a la prosa y vulgaridad del mundo puede ser lo que necesitan nuestros tiempos de “realismo” y “racionalismo”, por llamarlo de alguna forma, de tres al cuarto, y en los que la así llamada alta cultura ha sido secuestrada por grupos de especialistas “alejandrinos”, academicistas y decadentes totalmente desconectados de la intensificación y elevación afirmativa de la vida. Hasta tal punto creemos que esto es así que nos atrevemos a decir que hoy estamos ante la alternativa romanticismo o filisteísmo. Hay que pasar por la experiencia de las vanguardias y comprenderla, si queremos ser hombres a la altura de nuestro tiempo, como diría Ortega; pero el vanguardismo está hoy totalmente agotado y una renovación, en nuestros tiempos ya seniles, sólo puede darse en forma de una vuelta al pasado.
            En su libro “El caso Wagner”  Nietzsche tilda despectivamente a Wagner de romántico y neurótico. Dice el filósofo teutón sobre el músico: “ El arte de Wagner está enfermo. Los problemas que lleva al escenario -, lo convulsivo de su afecto, su irritada sensibilidad, su gusto, que exigía raíces cada vez más agudas, su inestabilidad, que revestía de principios, sin olvidar la elección de sus héroes y heroínas, considerados como tipos fisiológicos (¡una galería de enfermos!): todo esto reunido representa un cuadro clínico que no deja lugar a duda alguna. Wagner est un névrose.”
            En su polémica con Wagner es donde Nietzsche se muestra abiertamente partidario de un Sur sereno en su torridez y luminoso frente al brumoso y enervante Norte. Ese carácter clásico y sin fiebres idealistas del Sur  Nietzsche lo identifica con su filosofía atenida al “sentido de la Tierra”. Musicalmente, Nietzsche representa esta opción por el Sur frente al Norte poniendo la “Carmen” de Bizet, en unos exagerados elogios que muchos consideran mera pose provocadora, a mil leguas por encima de la música de Wagner. En una carta escrita desde Montecarlo, donde  había asistido a una representación de “La Gran Vía”, Nietzsche también trata de provocar a los wagnerianos diciendo que en ese momento, tras su fiebre wagneriana, la música que le gustaba era la de Chueca. En la misma carta, Nietzsche se muestra entusiasmado con la figura de los tres ratas y su famoso trío de la zarzuela de Chueca, lo cual nos pone sobre la pista de cuál es la verdadera naturaleza del inmoralismo de Nietzsche, más cercano al estar “más allá del bien y del mal” de los ratas que a la figura del criminal o de la “bestia rubia” que lamentablemente Nietzsche menciona en un desgraciado pasaje de su “Genealogía de la moral”.
            Especialmente interesantes son las referencias  que Nietzsche hace en sus escritos antiwagnerianos al carácter histriónico de Wagner. Éste habría sido, según Nietzsche, un ser teatral y teatrero, un comediante de su propia vida, lo cual representaría para Nietzsche, que había abandonado sus esperanzas en una renovación de la cultura alemana a través de lo teatral, una forma inferior y falsa del espíritu. Hoy
día, cuando el ser comediante y saber representar teatralmente son condiciones indispensables para triunfar en la vida, conviene prestar atención a estas observaciones psicológicas de Nietzsche.
            El motivo principal que Nietzsche adujo como causa de su ruptura con Wagner fue la supuesta genuflexión de éste ante la cruz cristiana en su última obra, “Parsifal”. Pero la causa última psicológico-espiritual de la ruptura de Nietzsche con Wagner la señala a la perfección el que fuera biógrafo oficial de Wagner durante los años ochenta del pasado siglo en el “tinglado” de Bayreuth, Martín-Gregor Dellin:, en su biografía del Maestro  publicada en español por Alianza Editorial: “Nietzsche vituperó ante su hermana todo lo que le recordaba a Naumburg [ la capital de la comarca natal de Nietzsche, cercana a Leipzig] (...) Quería hacer desaparecer sus años escolares, cuando lleno de infantil pedantería había caminado estrictamente bajo la lluvia porque la costumbre de la escuela prescribía urbanidad durante el regreso a casa. Nietzsche fue más allá de los límites de lo naumburgués como Wagner trascendió los brutales años de Leipzig; pero éste cubrió en la vejez sus desordenados comienzos con el estilo de vida burgués, en tanto el otro intentó sumir en el olvido su cuarto infantil en una rectoría germano-burguesa mediante ataques blasfemos contra todo lo tradicional, lo humillante y lo cristiano”.  

                                                          II

            Concluiremos, en esta segunda sección , con unas indicaciones acerca de lo que sobre Wagner han dicho tres filósofos alemanes del siglo XX (el tercero de ellos todavía en activo a comienzos del siglo XXI)en principio bastante alejados del mundo wagneriano, Theodor W. Adorno, Ernst Bloch y Jürgen Habermas.
            La obra de Adorno sobre Wagner, “Intento sobre Wagner”, puede considerarse una diatriba en toda regla contra el Maestro, escrita por el intelectual crítico judeo-alemán cuando Wagner era elevado a los altares por sus supuestos herederos nazis.
Adorno, que también era músico y con una formación muy seria y sistemática, ataca a Wagner también musicalmente y le acusa, por ejemplo, de componer mal en algún pasaje de “Los maestros cantores de Nuremberg” . Se es injusto con Wagner, que tuvo una formación musical tardía (empezó a estudiar música a los quince años) y seguramente irregular y poco sistemática, cuando se le ataca bajo este punto de vista, pues ya fue un milagro que un torbellino romántico, tal como se le ha llamado, como él, lleno de filosofía, literatura e ideología teatral, pudiera asimilar una formación musical suficiente para hacerse un hueco, y grande, en la historia de la música. Conocido es que Thomas Mann llamó a Wagner el “diletante genial” , y lo fue, pero un diletante que influyó como nadie en la evolución musical de finales del siglo XIX y principios del XX.
            Adorno, obsesionado como estaba por la llamada cultura de masas, asimila el procedimiento wagneriano de los “Leitmotive”( temas musicales específicos que se repiten cada vez que en el trascurso de la obra aparece en el escenario un personaje, un elemento determinado de la naturaleza o de la acción dramática o se manifiesta un sentimiento) con la técnica publicitaria de los estribillos de los anuncios. Esto no deja de ser una gracieta, no muy lejana de los famosos chistes de Woody Allen sobre Wagner.
            Sin embargo, Adorno alaba una obra tan denostada por los antiwagnerianos como “Parsifal”, por el carácter “avanzado” de su música, donde en algunos momentos –como, principalmente, en “Tristán e Isolda” y también en algunos pasajes del “Anillo” – empieza a asomar la atonalidad. Si bien es cierto que no sin antes haber puesto en relación la comunidad masculina de los caballeros del Grial que aparece en “Parsifal” con el carácter subrepticiamente homosexual de las fratrías fascistas.
            El comunista utópico Ernst Bloch, tan querido por los actuales “cristianos de izquierda”, tiene unas consideraciones sumamente condescendientes con Wagner, hechas desde su perspectiva de dialéctica materialista “cálida”, según su propia expresión  que hace referencia al carácter humanista y esperanzado de dicha dialéctica. Ernst Bloch trata de salvar a Wagner de sus connotaciones “reaccionarias”, y así nos dice en un ensayo titulado “Paradoja y pastoral en Wagner”, citándose a sí mismo: “Pero así la música permanece como prodigio de la muerte y vecina a la naturaleza osiánica, a la lluvia, al otoño y a la profunda ternura de la oscuridad que se abate temprano, al cielo nublado y a las pesadas nubes, a la niebla y a los héroes que cabalgan por la pradera solitaria y a los que se les aparecen los espíritus en forma de nubes, de la misma manera que se les aparecieron a Bach y Wagner, vuelta al  cielo que marca la dirección en la que el mundo marcha y se va hundiendo;” , y continúa Bloch, “también esta palabra de la”Filosofía en la música” de “El espíritu de la utopía” no se hubiera podido escribir sin el paisaje wagneriano y sin la luz crepuscular de  un día que arde en este oscuro resplandor”, indicando seguramente con este dialéctico oximorón que en las luces y las sombras de Wagner, según su parecer, predominaban las primeras sobre las segundas.
            Alguien tan poco wagneriano en su temperamento como Jürgen Habermas (hasta el punto de venir a decir en uno de sus artículos, “Sobre el desarrollo de las ciencias sociales y de las ciencias del espíritu en la Reepública Federal Alemana”, que afortunadamente los alemanes no son conocidos hoy por cosas como Wagner sino por otras realidades) ha dedicado unas interesantes páginas a la confrontación Nietzsche-Wagner en su obra “El discurso filosófico de la modernidad”. Wagner representaría según Habermas, con su intento de reconstruir el espíritu de la tragedia griega para conseguir una integración estético-comunitaria del pueblo alemán, un último episodio, romántico, de la modernidad, mientras que Nietzsche, con su nihilismo que quiere darle la vuelta a todos los valores establecidos en Europa y desbordar toda tradición occidental, habría consumado el primer viraje hacia la posmodernidad. Habermas reivindica en su propia filosofía una continuación racional de la atención a las problemáticas planteadas por el proceso de modernización  y de la búsqueda de sus posibles soluciones, a través de su teoría de la acción comunicativa y de su ética discursiva y dialógica, frente a la pretensión de los posmodernos de estar ya instalados en una nueva realidad y una nueva era donde ya habrían perdido su sentido los problemas modernos.


                                                            III

 Dice Thomas Mann en “La montaña mágica”  que la música, en general, es políticamente peligrosa. Puede serlo si se utiliza como estímulo para buscar lo sublime en el terreno de lo público, pues esta búsqueda siempre termina en tragedia, en el sentido corriente de la expresión. Pero si se utiliza como recurso para hacer un hueco a lo sublime en la vida privada puede ser un buen complemento personal de los valores liberales y solidarios a los que debe limitarse el terreno público de lo político en una sociedad afortunadamente democrática y de capitalismo corregido y controlado como la nuestra.