Los que en las décadas de los ochenta y
de los noventa éramos anticapitalistas y antiburgueses radicales echábamos de
menos entonces un inconformismo politizado de las masas, que en aquella época
parecía imposible que alguna vez pudiera resurgir. Pero a partir de la última
crisis económica del capitalismo, y en España particularmente a partir de las
manifestaciones del 15-M, se ha producido lo que parece ser un malestar de las
masas que ha llevado a una fracción importante de las mismas a adoptar posturas
políticas que aparentan ser de cierto radicalismo izquierdista. Tal radicalismo
no llega a una decantación de una nueva mayoría a favor de un cambio de modo de
producción, ni siquiera persigue un cambio de sistema político, sino que parece
quedarse en la exigencia de una defensa y reforzamiento del llamado Estado del
Bienestar y de sustitución de las élites políticas existentes en el sistema
representativo por unos actores que al parecer serían más cercanos a “la
gente”, lo que se piensa que repercutiría en el famoso “empoderamiento” de las
capas populares. El actual inconformismo político se queda en una
aspiración a una generalización entre todos los estratos de clase de la
situación social del “consumidor satisfecho” y no sirve para la decisión
radical y civilizatoria que hoy sería necesaria en vista del estado de
emergencia planetaria en el que vivimos.
Esta
nueva ola de politización no es otra cosa que un nuevo impulso reformista que
se cree en condiciones de producir cambios sustanciales en la vida de los hoy
llamados ciudadanos mediante esa sustitución de las viejas élites por unas
nuevas dotadas de buena voluntad moral en lo económico, favorecedora del
supuesto interés popular en la igualdad y la justicia, y también mediante la
continuación del programa del progresismo de la igualdad, que todavía no habría
sido completado y necesitaría nuevos impulsos y nuevos radicalismos en su
ejecución. Esto supone una completa ilusión política. Como todos los
reformismos históricos, el nuevo politicismo cree poder cambiar el sentido del
sistema, del funcionamiento económico de la sociedad, a través de medidas que ni pongan fin a las
relaciones de producción ni signifiquen un nuevo sistema político. Los nuevos
actores políticos izquierdistas no han tenido más remedio que reconocer su
identidad socialdemócrata.
Pero
si una revolución que suponga un cambio de modo de producción y el ejercicio
del poder para neutralizar el control económico e ideológico de las clases
poseedoras de los medios de producción no es posible hoy, entonces tampoco es
posible ninguna superación efectiva del capitalismo. Ante esta imposibilidad,
la politización solo puede estar motivada por el interés en la adquisición de
poder por parte de determinadas nuevas élites. Estaríamos ante un simple caso
de “circulación de las élites” dentro del sistema democrático de representación
que podría y debería ser entendido utilizando la teoría sobre el particular de
Pareto y otros autores que decepcionaron la ilusión democrática derivada del
desarrollo de los sistemas liberales.
Que
el ascenso de las nuevas élites aspirantes al poder político, en buena medida
parece que nutridas por sectores con privilegios o semi-privilegios académicos,
vaya a significar un aumento del poder popular solo se basa en una infundada
pretensión de identificación entre pueblo y vanguardia ideológica politizada
que merece, desde luego, la descalificación de ser nombrada como “populismo”.
Además, los sectores pequeñoburgueses conservadores que votan al partido
derechista, bastante nutridos según muestran los resultados electorales, son
tan “pueblo” como los sectores que votan a la neoizquierda. En realidad, la
mayoría de “la gente” está compuesta por masas pequeñoburguesas conservadoras o
progresistas que en absoluto están dispuestas al sacrificio, la lucha , el
heroísmo y el sometimiento a una autoridad espiritual que hoy serían necesarios
para el cambio social revolucionario que haría falta para salvar la naturaleza
y la cultura.
Como
el capitalismo ya no puede ser desmantelado, lo más fácil y seguro es que el
posible triunfo de la neoizquierda no signifique el inicio de la construcción
del socialismo, sino el uso del poder político para la realización de la tan
temida por los conservadores “ingeniería social” al servicio del progresismo
radicalizado. Pero esto no sería tan grave como piensan los conservadores,
porque el desarraigo del hombre con respecto al espíritu y la tradición hace ya
tiempo que se dirige hacia su consumación por vía social cultural, si no es que
ya está consumado entre una mayoría de la población.
Pero
tampoco supone la nueva politización una ruptura con el sistema de valores, con
el “ethos”, que mantiene ideológicamente posible el sistema capitalista. Y en
esto la neoizquierda comete el mismo error que toda la izquierda histórica
anterior. El marxismo también se hizo la ilusión de que el cambio de modo de
producción produciría de una manera causal cuasi-mecánica los cambios
“superestructurales” necesarios para el funcionamiento ideológico del
socialismo, que acabaría así con el sistema de necesidades y de motivaciones
del “ethos” acompañante del capitalismo y que conduciría de una manera también
aproblemática, por necesidad histórica, al definitivo comunismo superador de la
servidumbre económica humana. De esta manera, pensaba Marx, no era necesario
plantearse el problema de la educación de los educadores responsables del
cambio social. El círculo, que Herbert Marcuse en El final de la utopía vio como prácticamente irresoluble, entre la
necesidad de un cambio institucional para que se pueda producir el cambio
cultural que requiere la superación del capitalismo pero que a su vez es
condición del cambio institucional, no fue percibido en ningún momento por Marx
por culpa de su materialismo histórico, que se tradujo para él en una confianza
infundada en el poder de la transformación social para causar sin más problemas
la transformación cultural. Posteriormente a Marx, Gramsci, en una operación en la que puede ser detectado cierto giro de “idealismo cultural”, creyó posible un
cambio hacia el advenimiento del socialismo mediante la propagación de una
nueva hegemonía ideológica que
significara la formación de una nueva mayoría favorable al cambio del modo de
producción.
La
solución al círculo entre cambio institucional-económico y cambio cultural
tendría que venir dada por la toma del poder político por un sujeto histórico
que estuviera en condiciones de causar al mismo tiempo el cambio de relaciones
de producción y el cambio cultural de “ethos”.
De
esta manera, el cambio espiritual de “ethos” podría encontrar las condiciones
objetivas materiales que hicieran posible su realización práctica en la
realidad efectiva, pues como acertadamente señaló Max Scheler en su conocida
doctrina sobre la “impotencia del espíritu”, este es incapaz de realizarse por
su propia fuerza en la historia práctico-material y necesita aliarse con el
impulso real de corrientes efectivas de la historia que permitan materialmente
su realización. Pero como la existencia fáctica de este impulso ya no puede
esperarse de ninguna legalidad objetiva de la historia y queda librada a la
absoluta contingencia de la ocasión fortuita, la realización efectiva del
espíritu ya solo pude pensarse como una indisponible y absolutamente
imprevisible y no garantizada irrupción mesiánica del espíritu en la historia,
como una ruptura espiritual del continuum natural de la historia que no está
asegurada ni por el espíritu en sí mismo, por su propia legalidad inmanente, ni
por el desarrollo material de la humanidad sujeto a una soteriología dialéctica
que pueda verificarse en leyes observables de la historia. Un intento, como el
de Walter Benjamin, de pensar el materialismo histórico introduciendo en él
categorías mesiánicas queda así reducido a la condición de retórica melancólica
e impotente, y se hace necesario abandonar toda confianza en un aseguramiento
racional del triunfo de lo humano sobre su sometimiento a la necesidad natural
de la servidumbre económica. El mesianismo tiene que quedar librado por ello a
un pensamiento puramente desgajado del mundo y de su historia real sometible a
una voluntad política efectiva de transformación. Ya no hay posibilidad de
esperanza política de emancipación con respecto a la necesidad económica basada
en ninguna tendencia de la objetividad material de la que pueda haber
conocimiento con garantías racionales que permitan una praxis orientada por la
conciencia de la necesidad.
El
espíritu emancipado de la necesidad económica y de la continuación indefinida
de una historia natural basada en el sometimiento de toda actividad humana a
los límites impuestos por la determinación de la cultura por su base material
se convierte en una aspiración puramente “idealista” que debe perder toda
esperanza en su realizaci ón por la
planificación política de la voluntad y encerrarse en la esfera de un
pensamiento limitado al estado puro del espíritu en su cultura autoafirmativa
de su valor más allá y por encima de toda realización histórica práctica
material. Hay que abandonar todo proyecto político de la voluntad espiritual
encarnada en la posibilidad histórica objetiva y recluirse en un pensamiento
del espíritu que solo puede alcanzar plenitud en su autocontemplación segregada
de toda voluntad de realización en una materialidad histórica totalmente ajena
a él y que él no puede dominar de ninguna manera, que es impenetrable para su
acción dirigida por una razón política de planificación de la historia que
pudiera hacer real que la vida de los hombres estuviera determinada por los
valores del propio espíritu y no por la necesidad de producir lo útil para la
satisfacción de las necesidades materiales y de lo agradable para una vida no
espiritual basada en la búsqueda de la comodidad y el placer.
Una
acción política que fuera relevante para una elevación espiritual de la vida
humana debería cambiar la primacía de los valores de lo útil y lo agradable por
el triunfo de los valores espirituales y de los valores vitales superiores a
los de la esfera económico-utilitarista, por ejemplo el valor vital de lo
noble, y al mismo tiempo permitir que esta rectificación del sistema de valores
se pudiera encarnar en el funcionamiento social efectivo. Pero el espíritu no
tiene ni fuerza teórica para poder hacer comprensible para todos el deber-ser
de su primacía en la escala cultural de valores ni fuerza práctica para
organizar una sociedad regida por la movilización de sus fuerzas para la
creación y el reconocimiento de los valores espirituales y no por la producción
de mercancías para la obtención de beneficio privado aprovechando las
necesidades materiales humanas y la tendencia natural a la obtención de lo útil
y agradable.
Por
lo tanto, renunciemos a toda política y huyamos al reino cultural puro del
espíritu, donde es posible liberarnos de toda acción, que solo puede insertarse
en el curso de los sucesos sometidos a determinación natural, y dedicarnos a la
pura contemplación , que es la única función
vital que puede hacernos libres.
Hay
que defender, en contra de lo pensado, por ejemplo, por la hoy muy de moda
Hannah Arendt, que el refugiarnos en una esfera individualista de contemplación
es humanamente más realizativo que toda posible acción política.
El
activismo político actual sufre la ilusión de creer que un enriquecimiento y
dignificación de las formas de vida puede producirse por la famosa “ampliación
de derechos”. Si se acepta, como hoy
todo el mundo hace, el principio liberal según el cual no puede existir un
poder espiritual que ordene formas de vida a los individuos, la elevación del
valor de las formas de vida solo puede venir dado por la elección personal y
extra-política de contenidos vitales sustanciales. La acción política, si es
que no queda reducida a la lucha de intereses particulares por la asignación
pública de recursos financieros, solo puede servir para preservar
formal-procedimentalmente una convivencia y una comunicación justas, pero no
para alcanzar la generalización de contenidos vitales sustanciales valiosos.
Hay que
reivindicar también el acierto de Ortega cuando señala en La rebelión de las masas que el pan-politicismo es una
característica propia del hombre-masa, que es incapaz de ver que las
preocupaciones de conocimiento, culturales o religiosas son más valiosas que la
preocupación política.
Hay que advertir por último que las
repetidas alusiones al espíritu que hemos hecho en este artículo no implican el
compromiso con ninguna posición metafísica y son expresión de una postura
puramente pragmatista. Aludimos mediante la noción de espíritu a lo relativo a
valores que no son captados ni intelectualmente ni por intuición sensible, sino
por una capacidad específica de intuición, pero no damos por decidido la
cuestión del estatuto ontológico último de esos valores.