jueves, 7 de abril de 2016

RETRATO DEL INTELECTUAL NEURÓTICO ADOLESCENTE (3ª PARTE: SU RELACIÓN CON LA MÚISCA)

(Las dos primeras partes de esta serie de artículos se encuentran en mi libro "Mis panfletos intelectuales", autopublicado en megustaescribir.com)  


El intelectual neurótico adolescente desarrolló una intensa, por obsesiva, pero esencialmente inauténtica y equivocada relación con la música. Por decirlo en términos del título un conocido artículo de Adorno, su relación con la música estuvo marcada por la proyección sobre ella de un “carácter fetichista” y por la “regresión” en la escucha. Si recurrimos a términos más modestamente psicológicos y con menos carga de especulación crítica de tintes marxistas y freudianos, se puede decir también que su relación musical estaba motivada por una mezcla de esnobismo y de disfrute sensual nervioso. El objeto sobre el que recaía esa falsa relación del neurótico intelectual era, por supuesto, la llamada música clásica.
            Su desastroso uso de la música se manifestaba tanto en una escucha desconcentrada e inatenta, que le llevaba a utilizarla en muchas ocasiones como música de fondo, como en la búsqueda ante todo de la estimulación a través de los momentos de clímax desgajados del seguimiento reflexivo de la totalidad de la obra, lo que le hacía repetir una y otra vez en el tocadiscos los momentos de la composición que le habían producido el efecto de descarga emocional. Su relación con la música era , sin duda, lugar privilegiado de lo que podemos llamar, empleando una expresión también mencionada por Adorno en el artículo aludido, su “estupidez neurótica”. Adorno es especialmente crítico con este tipo de audición centrada en los instantes sensuales de la música y ve en ella un indicio principal de la relación fetichista con el arte de los sonidos. A ella contrapone la “audición estructural” que capta las formas de la totalidad de la obra en su despliegue dinámico. Pues bien, al tipo de “oyente emocional y sensual”, no al del “oyente estructural”, pertenecía el intelectual neurótico adolescente. A ello se unía, y lo fue haciendo cada vez más con el paso del tiempo, un acercamiento al tipo del oyente caracterizado por el consumo cultural motivado por un deseo de distinción, por puro esnobismo. Esto le llevó a convertirse en un acumulador de discos, igual que acumulaba libros, en lo cual habría que ver, si nos ponemos crudamente psicoanalíticos, una regresión anal.
La “estupidez neurótica” de la relación musical del intelectualoide adolescente también se manifestaba en una práctica enviciada también criticada por Adorno como indicio claro de regresión en la escucha: la consistente en recurrir una y otra vez a obras o fragmentos que ya le eran conocidos y que le habían provocado repetidamente la descarga emocional consiguiente a la percepción de la música como conjunto inconexo y discontinuo de estímulos sensuales. La manía del placer sensual vicario era prácticamente la motivación única de su espuria afición musical. Indica también Adorno con la mala uva de su sagacidad crítica, en la que Ernst Bloch creía ver el oficio del misántropo experimentado, que la búsqueda de efectos emocionales en la escucha musical es precisamente mantenida por los que carecen de la disposición para la experimentación emocional espontánea. Es decir, que el uso emocional de la música no es típico de los que tienen un excedente de emociones sino de los que justamente no saben vivirlas normalmente.
Como era de esperar, la neurótica relación con la música del intelectualoide adolescente le llevó derecho a caer en las garras de un febril wagnerismo. El efecto nervioso de la inestable y armónicamente retardataria música wagneriana era lo que cumplía a la perfección lo que él estaba buscando. No era la primera ni la única persona carente de auténtico sentido musical que se vio sacudida por el especial arte musical de Wagner. Según nos cuenta Martin Gregor-Dellin en su canónica biografía del músico alemán (Alianza Editorial), este fue también el caso de Luis II de Baviera, el rey loco cuyo entusiasmo por Wagner le llevó a convertirse en su protector y mecenas. Los profesores de música de Luis consideraban que carecía de oído musical y parece ser que las clases de piano que se le impartían eran un mal trago para el profesor encargado de ellas por la falta de talento del alumno. Por cierto que el intelectual neurótico adolescente también intentó aprender a tocar el piano y las clases tuvieron el mismo resultado que las del rey. Una personalidad de la corte de Munich cercana al monarca reconoció que no podía explicarse el efecto, demoniaco pero no agradable, que la música de Wagner ejercía sobre el joven rey loco, pues, a su juicio, Luis carecía de sentido musical. Concluye Martin Gregor-Dellin su comentario sobre el wagnerismo del monarca bávaro advirtiendo de que la música de Wagner “ha sido y es, por la manera en producirse su efecto y su llamada tanto a los sentidos como al intelecto musical, un arte a la vez para los muchos y para los pocos”. A esos pocos no pertenecía, según nos dice Martin Gregor-Dellin, el rey, y tampoco pertenecía, podemos decir nosotros con total seguridad, nuestro intelectual neurótico adolescente. Él mismo lo sabía, pues en la época de su naciente wagnerismo conocía el texto de Gregor-Dellin y pudo sentirse identificado con la figura del rey y lo que sobre él decía este biógrafo de Wagner. Coincidir con el egregio enfermo real por lo menos le consolaba del golpe que a su amor propio le suponía ser consciente de no ser digno de disfrutar intelectualmente de la música de Wagner, lo que se unía a su consciencia general de ser un débil mental. La identificación con Luis II de Baviera era para el neurótico adolescente un tema de mitología personal con el que él creía poder sublimar su neurosis.
La impropiedad de su disfrute del arte wagneriano se mostraba en su afición a oír en discos, de manera desordenada y a continuación unos de otros, distintos fragmentos y escenas entresacados de las obras del maestro de Bayreuth, cosa que, según Gregor-Dellin, también hacía el rey, en su caso se supone que gracias a sus facilidades para contar con músicos y cantantes que actuaran para él.
El poco recomendable Houston Stewart Chamberlain, yerno de Wagner y teórico racista de la cultura (a quien por cierto Adorno dedica unas muy justas y en cierto modo comprensivas palabras en su artículo “Sobre la pregunta ‘¿Qué es alemán?’”), en su reverencial obra El drama wagneriano se esfuerza en dejar claro que la apropiada comprensión de Wagner requiere que se presencie la representación dramático-musical de sus obras sin fragmentaciones o supresiones. Pero el neurótico adolescente seudointelectualizado buscaba en Wagner solo la estimulación potente de sus nervios, sin hacer ningún esfuerzo por hacerse con una comprensión del significado estético y humano intelectual de los dramas musicales del mago de Bayreuth, tan efectista como a la vez sofisticado artísticamente, especialmente en lo que se refiere a su dramaturgia pero también a sus innovaciones técnicas musicales.

Por su parte, el muy distinto a Chamberlain filósofo Jean Paul Sartre llama en su novela La náusea “gilipollas” a los que se consuelan con la música. El neurótico adolescente también se sentía aludido por esta apreciación.  lidad de la obra en su desplieghe dinña

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