domingo, 24 de abril de 2016

OTRO COMENTARIO FUTBOLÍSTICO

Hoy hay jornada de fútbol y el mismo amigo de Facebook me vuelve a pedir un comentario sobre el particular.
El fútbol se nos ha hecho imprescindible y no podemos concebir la normalidad de la vida sin él. Además, y como decía Vázquez Montalbán, usando sarcásticamente una expresión de Jiménez Losantos, la Liga Nacional de Fútbol parece ser lo único que queda de España.
No tengo los conocimientos necesarios para participar en los sesudos análisis técnicos a los que ha dado lugar el proceso de racionalización que el juego futbolístico ha sufrido, igual que todas las grandes manifestaciones de la cultura occidental, como estudió magistralmente el sociólogo alemán Max Weber. Así que volveré a recurrir a unas pocas valoraciones basadas en el significado sociológico y cultural de los equipos que se disputan el campeonato.
El llamado Atleti sigue ahí en liza como equipo advenedizo al que los verdaderamente grandes no deberían haber dejado ninguna oportunidad. Parece ser que en tiempos de Franco se decía que el Atlético era un equipo proletario y se lo contraponía al carácter progubernamental y elitista del Madrid. Pero yo he podido observar que el grueso de los seguidores del Atleti más que al proletariado pertenecen a una pequeña burguesía, tal vez ínfima, especialmente adicta al fútbol y al filisteísmo deportivo. Conozco a madridistas a los que, como me ocurre a mí, el fútbol les da igual, pero todos los seguidores del llamado Atleti son fanáticos.
El Barça (o el Farsa, como dicen sus detractores) recupera sus bríos y con ellos vuelven los temores del españolismo futbolero y no futbolero. Que los nacionalismos actuales (sea el español o el catalán) tengan que recurrir como a una de sus señas de identidad esenciales a equipos de fútbol es una prueba de la pobreza cultural y la decadencia teórica que actualmente sufre la ideología del apego al terruño o a la patria.
El Madrid por su parte continúa aspirando al título. Tal vez este equipo esté asociado no solo al nacionalismo español sino también a cierto pijismo y a cierto clasismo, pero, como ya dije, sigo sintiendo una vinculación afectiva especial hacia él anclada en sentimientos atávicos procedentes de mi infancia. La afición al fútbol y al deporte en general, como tengo escrito en un artículo de mi libro en el que doy rienda suelta a mi antideportismo "intelectual", tiene un carácter de regresión a la infancia causada por la insatisfacción psicosocial que provoca el carácter humanamente no realizativo de la vida bajo las condiciones del capitalismo tardío.
Si mi amigo me sigue pidiendo comentarios sobre las jornadas de fútbol voy a tener que releerme el libro "El fútbol: mitos, ritos y símbolos" de Vicente Verdú y leerme la sociología del deporte de Norbert Elias porque si no, no sé lo que voy a decir...

miércoles, 20 de abril de 2016

COMENTARIO FUTBOLÍSTICO

Me pregunta Santos Herreros Fernandez por Mesenger sobre mi pronóstico para los partidos de hoy. Ya dije que soy antifutbolero teórico y que solo me gusta el fútbol cuando hay lío. Pero en todo caso, y aunque sé que mi amigo Santos es del Atleti, yo tengo que decir que por razones de psicología personal profunda soy anti-Pupas acérrimo y espero que este equipo, que representa el plebeyismo y el filisteísmo en fútbol, vuelva pronto a ocupar el lugar natural que le corresponde, es decir el lugar de un equipo de barrio. Considero, además, que el cholismo es una manifestación futbolera de la ideología burguesa del esfuerzo, que yo rechazo también profundamente y que considero engañosa, porque por mucho que te esfuerces nunca vas a poder superar tu condición natural. Por eso el Atleti tarde o temprano volverá a ocupar su condición natural de equipo plebeyo. 
En cuanto al Barça, no debiera decirlo, pero me ha hecho gracia la famosa y desde luego maleducada respuesta de Luis Enrique al periodista, por lo que se me ha hecho un poco simpático su equipo. Desde un punto de vista moral habría que condenar esta respuesta, pero la clase de inmoralismo que yo profeso se refiere justamente a la consideración del valor de este tipo de pequeñas maldades del ámbito de las relaciones psicológicas. Hay cosas graves que no se pueden hacer de ninguna manera, pero estoy a favor de que se practiquen desprecios psicológicos como el de Luis Enrique que demuestran simplemente un no particularmente grave afán ingenioso de autoafirmación personal.
Pero bueno, siempre tendré, como ya dije también, una vinculación afectiva también ligada a factores de psicología profunda(es decir, de fijación en objetos afectivos de la primera infancia) con el Real Madrid. Me ocurre lo mismo que con el derechismo político y con el catolicismo. Por lo tanto espero que gane el equipo señorial por excelencia, el Madrid.

Enviado desde mi iPad

viernes, 8 de abril de 2016

AUTOCRÍTICA DE MI LIBRO


Autocrítica del libro "Mis panfletos intelectuales", autopublicado en megustaescribirlibros.com y que contiene los artículos que aparecían antiguamente en este blog.



Estoy algo preocupado porque, dejando aparte la crítica cultural del burguesismo y todo eso, en el libro es evidente que hay contradicciones filosóficas de fondo y me preocupa en especial la relacionada con el problema de la verdad y en conexión con ella la referida a la postura sobre la objetividad de los valores. Es claro que en el libro apuesto por un irracionalismo vitalista, pero no tengo claro si ese irracionalismo nos permite alcanzar una verdad sobre la vida y los valores de lo que aparece en la vida (personas, obras culturales, actitudes, ideologías, hechos de relevancia moral, etc.) o solo es posible desde ese irracionalismo ofrecer una interpretación perspectivística que solo podemos defender como relativa. En algunos textos del libro abogo por la idea de “verdad subjetiva”, pero esto ta vez solo equivale a confesar que nuestros juicios sobre la vida solo son opiniones subjetivas y no podemos mantenerlos como válidos intersubjetivamente, que es el único criterio posible de verdad. Este problema filosófico está en conexión desde luego con todos los temas de crítica cultural, pues lo que está en juego y lo que me preocupa es si los juicios de crítica cultural y vital que hago pueden ofrecerse con una pretensión de verdad y en qué fundar esa pretensión. En el libro oscilo entre la defensa de que sí se puede mantener esa pretensión basándola en una intuición esencial de valores (defendida por Max Scheler, católico en una etapa de su pensamiento) y la posición según la cual esos juicios hay que considerarlos no con una pretensión de verdad sino solo como relevantes en tanto puedan ser culturalmente y vitalmente interesantes, como expresión de una perspectiva que no da la verdad pero que puede ser fructífera y sugerente como actitud cultural y vital especial o estimulante. Defender tales juicios como juicios cuya validez universal (intersubjetiva) no puede ser defendida pero que constituyen mi “verdad subjetiva” no deja de ser reconocer simplemente que ellos son puro producto del subjetivismo. Esta idea de la “verdad subjetiva” procede de Kierkegaard, pero en él parece como si lo que se quisiera decir no es que lo que yo piense sea verdadero por el hecho de ser precisamente yo quien lo piensa, sino que el contenido de la verdad, lo que es verdadero, es que somos sujetos condenados a ver el mundo desde una óptica particular no universalizable.
El problema que estoy planteando también es el de la filosofía de Nietzsche, pues en su caso se plantea también qué legitimidad filosófica puede él tener para hacer los tremebundos, digámoslo as,í juicios sobre la vida y la cultura que hace, cuando el defiende una filosofía según la cual todo es interpretación perspectivística, visión relativa, y no existe la verdad objetiva. Él pretendería salir del paso diciendo que el criterio no es el de la verdad sino el de considerar mejor lo que estimula la vida y la hace más intensa. Pero el problema de la verdad reaparece pues deberíamos poder contar con un criterio que nos permitiera establecer que es verdadero que tales o cuales juicios favorecen la vida y otros la perjudican.
 En él, las posiciones de crítica cultural y vital creo que son claras (aunque también hay algunos titubeos en lo refrene a la postura  adoptar sobre la cultura de masas y en lo refrene a considerar sin la gente podría ser de otra manera a como es por culpa de esa cultura de masas), pero donde no consigo alcanzar claridad es en la manera de justificar filosóficamente esas posiciones o si hay que olvidarse de cualquier pretensión de verdad de la mismas.
Me asalta a veces el desánimo en relación con mis posturas tanto vitales como filosóficas y la verdad es que necesito ayuda para resolver mis dudas sobre el valor de mis posiciones.  

jueves, 7 de abril de 2016

RETRATO DEL INTELECTUAL NEURÓTICO ADOLESCENTE (3ª PARTE: SU RELACIÓN CON LA MÚISCA)

(Las dos primeras partes de esta serie de artículos se encuentran en mi libro "Mis panfletos intelectuales", autopublicado en megustaescribir.com)  


El intelectual neurótico adolescente desarrolló una intensa, por obsesiva, pero esencialmente inauténtica y equivocada relación con la música. Por decirlo en términos del título un conocido artículo de Adorno, su relación con la música estuvo marcada por la proyección sobre ella de un “carácter fetichista” y por la “regresión” en la escucha. Si recurrimos a términos más modestamente psicológicos y con menos carga de especulación crítica de tintes marxistas y freudianos, se puede decir también que su relación musical estaba motivada por una mezcla de esnobismo y de disfrute sensual nervioso. El objeto sobre el que recaía esa falsa relación del neurótico intelectual era, por supuesto, la llamada música clásica.
            Su desastroso uso de la música se manifestaba tanto en una escucha desconcentrada e inatenta, que le llevaba a utilizarla en muchas ocasiones como música de fondo, como en la búsqueda ante todo de la estimulación a través de los momentos de clímax desgajados del seguimiento reflexivo de la totalidad de la obra, lo que le hacía repetir una y otra vez en el tocadiscos los momentos de la composición que le habían producido el efecto de descarga emocional. Su relación con la música era , sin duda, lugar privilegiado de lo que podemos llamar, empleando una expresión también mencionada por Adorno en el artículo aludido, su “estupidez neurótica”. Adorno es especialmente crítico con este tipo de audición centrada en los instantes sensuales de la música y ve en ella un indicio principal de la relación fetichista con el arte de los sonidos. A ella contrapone la “audición estructural” que capta las formas de la totalidad de la obra en su despliegue dinámico. Pues bien, al tipo de “oyente emocional y sensual”, no al del “oyente estructural”, pertenecía el intelectual neurótico adolescente. A ello se unía, y lo fue haciendo cada vez más con el paso del tiempo, un acercamiento al tipo del oyente caracterizado por el consumo cultural motivado por un deseo de distinción, por puro esnobismo. Esto le llevó a convertirse en un acumulador de discos, igual que acumulaba libros, en lo cual habría que ver, si nos ponemos crudamente psicoanalíticos, una regresión anal.
La “estupidez neurótica” de la relación musical del intelectualoide adolescente también se manifestaba en una práctica enviciada también criticada por Adorno como indicio claro de regresión en la escucha: la consistente en recurrir una y otra vez a obras o fragmentos que ya le eran conocidos y que le habían provocado repetidamente la descarga emocional consiguiente a la percepción de la música como conjunto inconexo y discontinuo de estímulos sensuales. La manía del placer sensual vicario era prácticamente la motivación única de su espuria afición musical. Indica también Adorno con la mala uva de su sagacidad crítica, en la que Ernst Bloch creía ver el oficio del misántropo experimentado, que la búsqueda de efectos emocionales en la escucha musical es precisamente mantenida por los que carecen de la disposición para la experimentación emocional espontánea. Es decir, que el uso emocional de la música no es típico de los que tienen un excedente de emociones sino de los que justamente no saben vivirlas normalmente.
Como era de esperar, la neurótica relación con la música del intelectualoide adolescente le llevó derecho a caer en las garras de un febril wagnerismo. El efecto nervioso de la inestable y armónicamente retardataria música wagneriana era lo que cumplía a la perfección lo que él estaba buscando. No era la primera ni la única persona carente de auténtico sentido musical que se vio sacudida por el especial arte musical de Wagner. Según nos cuenta Martin Gregor-Dellin en su canónica biografía del músico alemán (Alianza Editorial), este fue también el caso de Luis II de Baviera, el rey loco cuyo entusiasmo por Wagner le llevó a convertirse en su protector y mecenas. Los profesores de música de Luis consideraban que carecía de oído musical y parece ser que las clases de piano que se le impartían eran un mal trago para el profesor encargado de ellas por la falta de talento del alumno. Por cierto que el intelectual neurótico adolescente también intentó aprender a tocar el piano y las clases tuvieron el mismo resultado que las del rey. Una personalidad de la corte de Munich cercana al monarca reconoció que no podía explicarse el efecto, demoniaco pero no agradable, que la música de Wagner ejercía sobre el joven rey loco, pues, a su juicio, Luis carecía de sentido musical. Concluye Martin Gregor-Dellin su comentario sobre el wagnerismo del monarca bávaro advirtiendo de que la música de Wagner “ha sido y es, por la manera en producirse su efecto y su llamada tanto a los sentidos como al intelecto musical, un arte a la vez para los muchos y para los pocos”. A esos pocos no pertenecía, según nos dice Martin Gregor-Dellin, el rey, y tampoco pertenecía, podemos decir nosotros con total seguridad, nuestro intelectual neurótico adolescente. Él mismo lo sabía, pues en la época de su naciente wagnerismo conocía el texto de Gregor-Dellin y pudo sentirse identificado con la figura del rey y lo que sobre él decía este biógrafo de Wagner. Coincidir con el egregio enfermo real por lo menos le consolaba del golpe que a su amor propio le suponía ser consciente de no ser digno de disfrutar intelectualmente de la música de Wagner, lo que se unía a su consciencia general de ser un débil mental. La identificación con Luis II de Baviera era para el neurótico adolescente un tema de mitología personal con el que él creía poder sublimar su neurosis.
La impropiedad de su disfrute del arte wagneriano se mostraba en su afición a oír en discos, de manera desordenada y a continuación unos de otros, distintos fragmentos y escenas entresacados de las obras del maestro de Bayreuth, cosa que, según Gregor-Dellin, también hacía el rey, en su caso se supone que gracias a sus facilidades para contar con músicos y cantantes que actuaran para él.
El poco recomendable Houston Stewart Chamberlain, yerno de Wagner y teórico racista de la cultura (a quien por cierto Adorno dedica unas muy justas y en cierto modo comprensivas palabras en su artículo “Sobre la pregunta ‘¿Qué es alemán?’”), en su reverencial obra El drama wagneriano se esfuerza en dejar claro que la apropiada comprensión de Wagner requiere que se presencie la representación dramático-musical de sus obras sin fragmentaciones o supresiones. Pero el neurótico adolescente seudointelectualizado buscaba en Wagner solo la estimulación potente de sus nervios, sin hacer ningún esfuerzo por hacerse con una comprensión del significado estético y humano intelectual de los dramas musicales del mago de Bayreuth, tan efectista como a la vez sofisticado artísticamente, especialmente en lo que se refiere a su dramaturgia pero también a sus innovaciones técnicas musicales.

Por su parte, el muy distinto a Chamberlain filósofo Jean Paul Sartre llama en su novela La náusea “gilipollas” a los que se consuelan con la música. El neurótico adolescente también se sentía aludido por esta apreciación.  lidad de la obra en su desplieghe dinña

sábado, 2 de abril de 2016

SOBRE EL IDEÓLOGO ULTRADERECHISTA JULIUS EVOLA (1898-1874)



(INACABADO)



Los que desde siempre hemos sentido un rechazo instintivo e intuitivo hacia el mundo moderno no podíamos dejar de habérnoslas tarde o temprano con la obra de Julius Evola. Podríamos sospechar, apropiándonos del punto de vista metapsicológico espiritualista del propio Evola, que esa repulsión tal vez se deba a la existencia en nosotros de la herencia oculta de un principio suprapersonal no conforme con la fisonomía cultural del mundo moderno y rebelde espontáneamente frente a la estética espiritual de ese mundo. Ni los prejuicios académicos ni la racionalización izquierdista de nuestro descontento antimoderno en nuestra juventud han impedido que nos acabáramos encontrando con la obra de Julius Evola, por muy alejada  que se halle su doctrina de lo que hoy se considera políticamente aceptable. También era normal que recaláramos en Evola los que desde edad así mismo temprana habíamos iniciado una búsqueda de formas de espiritualidad superior que trascendieran la “pequeña moral” pequeñoburguesa y la religión implantada como mero mecanismo socialmente utilitario de mantenimiento a raya del animal humano.
Este autor italiano del siglo XX ofrece una obra tradicionalista, antidemocrática y antiigualitaria, sustentada en ideas esotéricas y que remite a un espiritualismo cosmovisional  deudor del “perennealismo” de René Guenon, según el cual existen significados y valores originarios y presentes en todas las sociedades tradicionales que configuran una “normalidad” de las civilizaciones que es la antítesis total del progresismo, el racionalismo y el materialismo por los que discurre el rumbo de las sociedades modernas occidentales.
Las valoraciones concretas de Evola sobre la influencia en las sociedades modernas de poderes culturales como el culto al deporte, lo femenino y la sexolatría o el economicismo desbocado tienen un gran poder de revelación de lo que pasa en el presente. Además, el magnífico carácter elemental de la obra tradicionalista, esotérica y antimoderna de Evola tiene una clara ventaja sobre el pensamiento de egregios representantes de la “reacción” filosófica profesoral; por ejemplo, sobre el del señor Heidegger: lo que en este taimado autor no está dicho, mediante el disimulo filosófico amparado en una ontología con motivos vanguardistas superadores de la metafísica occidental, se hace explícito en Evola mediante un pensamiento cosmovisional espiritualista concreto. Por cierto, existe un muy interesante y significativo paralelismo entre la última propuesta de Evola sobre cuál debe ser la actitud del hombre diferenciado, según las cualificaciones de la Tradición, para resistir al mundo moderno, el famoso “cabalgar el tigre”, y la “serenidad” (Gelassenheit) recomendada por Heidegger ante el mundo técnico moderno. Con respecto al opuesto frente de la crítica de la cultura social actual hecha desde presupuestos que, con todas las salvedades “dialécticas” que se quiera, asumen la Ilustración y el progreso racionalista, la obra de Evola también tiene un poder clarificador: en contra de lo que se pudiera pensar estando bajo la influencia de la crítica cultural izquierdista, toda la basura cultural en la que viven hoy las masas no se debe a una opresión o manipulación ejercida sobre ellas para “alienarlas” y de esta manera hacer imposible su desarrollo humano pleno, que chocaría con las exigencias materiales del modo de producción existente, sino que se debe a que se han aflojado hasta el límite los mecanismos de sublimación y elevación que los poderes tradicionales hacían funcionar y que mantenían a raya la miserable espontaneidad instintiva que esas masas llevan por naturaleza dentro de sí.
Hermann Hesse, que llegó a leer una de las principales obras de Evola, Rebelión contra el mundo moderno, comentó que le había parecido una obra “muy peligrosa”, y desde luego lo es. Pero sería una ofuscación fruto de la tan frecuente susceptibilidad “antifascista” entender a Evola en un sentido primariamente racista o clasista. Por otra parte, el ultraderechismo de Evola tiene poco que ver con lo que convencionalmente y actualmente entendemos por tal en España, pues Evola no es ni católico (más bien es anticristiano, como luego veremos), ni nacionalista, ni neoliberal radical. No obstante, no vamos a ocultar nada de esa peligrosidad aludida por Hermann Hesse: Evola establece una tipología espiritual jerárquica de las grandes cosmovisiones y actitudes básicas ante el sentido de lo sagrado que tiene una clara base racista. Pero no se trata de un racismo biologicista según un determinismo socialdarwinista sino de un racismo de orientación cultural o, como el mismo Evola dice, “espiritual”. Con el título de La raza del espíritu ha sido traducido al castellano uno de sus libros dedicados a este desgraciado tema. Evola llega a polemizar duramente contra el racismo de tipo biologicista e incluso saca a colación la expresión “materialismo zoológico”, al parecer debida a Trotsky, para caracterizarlo.
El racismo propio de Evola podría quedar neutralizado en cuanto doctrina política si se lo entendiese sólo en el sentido de que las distintas culturas históricas étnicamente diferenciables han representado la realización temporal de distintos principios espirituales. Pero nos encontramos aquí con que para Evola esto no supone un relativismo de las distintas concepciones del mundo fundadoras de maneras de comprender y de realizar la espiritualidad y que sería étnicamente identificables, pues para nuestro autor existe una Tradición primordial, a la que llama “hiperbórea”, sustentadora de significados metahistóricos , eternos en su validez espiritual, que habrían sido plasmados en mitos, ritos y símbolos extendidos en el orden temporal histórico por los pueblos indoeuropeos en sus migraciones de Norte a Sur y de Oeste a Este a partir de una localización protohistórica mítica de estos pueblos en un lugar cercano al Ártico (de ahí la identificación con los hiperbóreos míticos de los antiguos). De esta manera, para concretar su pensamiento cosmovisional, Evola establece una serie de tipos espirituales étnicamente identificables y valorables como inferiores o superiores según un dualismo básico entre fuerzas espirituales oscuras, “ínferas”, que se habrían manifestado en los cultos  espirituales de los pueblos sureños (de color) y fuerzas espirituales luminosas, procedentes de lo alto y cuyos portadores habrían sido los indoeuropeos en su espiritualidad olímpico-solar. Es así como Evola construye su historiosofía espiritualista, siempre proveniente de un sentido metahistórico en su originariedad mítico-espiritual y basada en una lucha de principios cósmicos inmune a toda síntesis o mediación reconciliadora de los polos espiritualmente opuestos.
Nuestro ideólogo y mitólogo italiano concede gran importancia al mito protohistórico de la originaria localización ártica de los pueblos indoeuropeos, que se habrían visto obligados a descender hacia tierras meridionales tras un cambio en las condiciones climatológicas que produjo la inhabitabilidad, por un descenso brusco de las temperaturas, de esta tierra nórdica originaria. Pero los “hiperbóreos” habrían conservado siempre la nostalgia mítica de su tierra originaria bañada por la estacional luz perenne del sol ártico, que se habría convertido así en un símbolo, siempre recurrente en estos pueblos, de la espiritualidad superior positiva. De ahí el lema evoliano “Ex Septentrionis lux”. En efecto, la espiritualidad indoeuropea (“aria”) se erige sobre un principio solar, uránico (celeste), olímpico, supraconsciente, individualizante en sentido superior y fundador de un orden heroico, luminoso y viril. A esta espiritualidad superior se contrapone la sureña o la de un ciclo de decadencia de la misma raza hiperbórea, de carácter telúrico y ctónico (referente a los poderes subterráneos), y también, según Evola, de claro carácter “femíneo”; una espiritualidad que representa a las fuerzas ínferas, oscuras, inconscientes, y a las potencias del desorden, el caos y la extralimitación, que anegan la individualidad en la indeterminación telúrica de la procedencia y la vuelta de todo al seno materno de la Tierra. Una espiritualidad también afrodítica, lunar y fuente de éxtasis impuros y de promiscuidad matriarcal; es el ciclo cultural regido por el culto a la Gran Madre Tierra.  En el comienzo de su obra “Metafísica del sexo”, Evola traduce a términos ontológicos este dualismo cosmovisional-cultural, pero en los términos de una ontología que conserva la grandiosidad metafísica de un carácter elemental y concreto, lo cual es de agradecer teniendo en cuenta la cantidad de abstracción intelectualista a la que han dado lugar las ontologías filosóficas. Así, se contrapone un principio masculino del Ser hierático e inmóvil a un principio femenino del Devenir y la movilidad agitada. Conviene prestar atención a la oposición que queda establecida aquí entre lo maternal desindividualizante y “ginecocrático” de la espiritualidad negativa y lo heroico individualizante en sentido suprapersonal, supraconsciente y viril de la tradición espiritual “hiperbórea”.
Pero observemos también que mediante el mito de la localización hiperbórea originaria de la espiritualidad indoeuropea esa oposición ha quedado establecida por la influencia del “medio” y no por un determinismo genético-biologicista.



    

    

viernes, 1 de abril de 2016

APUNTES FILOSÓFICO-IDEOLÓGICOS SOBRE EL PROBLEMA DEL TRABAJO

El problema del sentido y valor antropológicos del trabajo lleva al planteamiento de si es posible o no determinar filosóficamente una finalidad del proceso histórico de la civilización. Y la respuesta a este interrogante vendrá necesariamente envuelta por la que se dé a la pregunta antropológica fundamental por la esencia del hombre. Si la respuesta a esta pregunta fundamental no puede ser la que venga dada por una argumentación filosófica capaz de exigir discursivamente el acuerdo de todos los participantes en el diálogo sobre el tema en cuestión, entonces el tema que nos ocupa, el del sentido y valor humanos del trabajo, se tratará de un tema ideológico sobre el que solo podrán ser mantenidas posiciones derivadas de contingencias ideológicas no superables por el punto de vista único y unificador de la razón libre de "impurezas" fácticas dadas por la posición particular de cada participante en el diálogo.
Y esto es lo que ocurre: el sentido y valor del trabajo humano solo puede ser enunciado según posiciones que implican tomas de postura cosmovisionales no decidibles por la necesidad discursiva de asentir a la fuerza exclusivamente filosófica del mejor argumento, ni mucho menos por la necesidad de aceptar el resultado de una demostración estricta. Estamos, pues, ante un tema ideológico sobre el que existirán tantos puntos de vista divergentes como posiciones contingentes asentadas en las "impurezas" fácticas de las perspectivas psicológicas y sociales particulares.
El problema que se plantea si nos preguntamos si con el trabajo estamos construyendo una humanidad que a través de su propio esfuerzo histórico esté en vías hacia su plenitud o si el trabajo es un mero resultado de la compulsión natural a la autoconservación que carece de valor como vía hacia una finalidad de plenitud humana como realización de lo que constituye el auténtico ser del hombre pero no le viene dado sino que él mismo tiene que hacerse, este problema, decimos, es una cuestión ideológica no resoluble por ningún tipo de razón filosófica que pueda descubrir la solución correcta, ni por evidencia del "sujeto monológico", ni por acuerdo argumentativamente forzoso de todos los participantes en una discusión sobre dicho problema. Hay problemas filosóficos, pero solo hay respuestas ideológicas a ellos. Estas respuestas en última instancia necesitan apoyarse en creencias o intuiciones cosmovisionales que no pueden ser controladas filosóficamente por procedimientos de validación racional, sea el de la evidencia de la conciencia individual, sea el del acuerdo al que se verían abocados todos los participantes en el diálogo por una necesidad pragmática operante en cuanto han decidido participar en tal diálogo.
El que pensemos que por el trabajo nos estamos encaminando a una plenitud esencial del ser humano o simplemente que con él estamos continuando un proceso de historia natural que no tiene, dispuesta por su carácter natural, ninguna finalidad de realización que podamos valorar como superior al proceso adaptativo de cualquier especie diferente de la humana dependerá de que tengamos una visión naturalista o no del ser del hombre, y esto remite a su vez a la cuestión cosmovisional última sobre la existencia o no de un principio en el hombre diferente al de su origen natural evolutivo. Nos encontramos ante una alternativa filosófica solo resoluble ideológicamente, es decir, según la contingencia fáctica de nuestra posición psicológica y social en el mundo, según nuestra perspectiva no absorbible por una razón que dé la verdad universal en la que todos estemos obligados a coincidir.
Cabe la posibilidad de pensar que el trabajo no nos va a conducir a ningún "Punto Omega", el punto de la plenitud cósmica a través de la realización total y definitiva de la esencia humana, pero que tampoco el trabajo es simple proceso adaptativo sin sentido ni valor específicamente humano, pues el trabajo nos pondría en un proceso infinito de autoperfeccionamiento en el que consistiría precisamente lo específico del hombre. Pero si no contamos con el criterio de lo que sería una realización plena y total del ser humano, no es posible saber si ese proceso infinito es efectivamente un proceso de perfeccionamiento o simplemente la continuación sin sentido y valor específicamente humanos de un proceso natural que no puede ser valorado ni como ascendente ni como descendente, ni como mejoramiento ni como empeoramiento, que es simplemente continuación de la compulsión sin cualidad de valor a la autoconservación.
La postura que considera el trabajo como medio histórico que conduce a un "Punto Omega"  de realización cósmica que incluye la plenitud de la realización humana se encuentra, con su correspondiente y necesaria base en una cosmovisión espiritualista, en Teilhard de Chardin. En el revolucionario bolchevique Lunacharski, concretamente en su libro "Socialismo y religión", hay una visión del trabajo como medio de un autoperfeccionamiento del hombre, que apunta a su plenitud realizativa, que nos atrevemos a decir que no es consecuente con el materialismo de su decisión cosmovisional de base. Si no hay actuante en el hombre un principio no natural, todo su desarrollo histórico civilizatorio solo puede ser una historia natural entendible en términos de una autoafirmación adaptativa que solo produce su autoconservación pero ningún tipo de realización de una esencia humana que no vendría dada naturalmente sino cuya actualización tendría que conseguirse por un proceso histórico valorable como progreso.
La postura según la cual el trabajo nos sitúa en un proceso infinito de autoperfeccionamiento que no podemos decir que tenga una base no natural pero en el que se realiza la disposición en la que nos coloca la propia naturaleza para una realización no natural creemos que es la de Kant. Pero esta postura es equivalente a la postura del materialismo naturalista, solo que expresada en términos menos crudos y nihilistas. El hombre, según esta posición, sería una anomalía de la naturaleza, pues en él se habría hecho necesario el trabajo de la cultura para su supervivencia, pero en ningún caso esta supervivencia del hombre podría considerarse un perfeccionamiento o un progreso sino la continuación por medios específicos del hombre del proceso natural de compulsión al éxito adaptativo.
En este caso, con el trabajo de la cultura (entendida en su sentido antropológico amplio) no estamos construyendo una humanidad sublime ni "trascendental"(esto último en el sentido de una humanidad como resultado necesario de un proceso necesario de autoconstitución de la razón como propiedad específica del hombre frente a la naturaleza), sino solo prosiguiendo el proceso natural de adaptación de la vida al medio contingente dado.
Pero también cabe pensar que aunque el trabajo sea solo un medio natural de adaptación al medio no valorable como medio de perfeccionamiento esencial humano, sí existe en el hombre una facultad no natural cuyo desarrollo sí sería la realización de la auténtica esencia humana. Esta facultad sería la de la contemplación y creación de valores. Por lo tanto, la auténtica realización humana, con valor de actualización de la auténtica esencia humana no natural, estaría en la reducción de la necesidad de trabajo para liberar tiempo y energía para la contemplación y creación de valores, es decir, para lo que habitualmente se llama cultura en un sentido restringido o "circunscrito" a lo espiritual.
Esta última postura, que es la nuestra, se basa, como las anteriores, en una decisión ideológica (no racional-universal) sobre la esencia del hombre que no cabe argumentar para hacerla evidente discursivamente para todos, o aunque solo sea para el que la mantiene, sino que solo cabe expresarla como verdad de nuestra perspectiva sobre el mundo y luchar ideológicamente para que triunfe.
Aunque esta decisión sobre la esencia humana y sobre la cosmovisión en que basarla no se apoya en una libertad absoluta de la subjetividad ante la ausencia total de valores percibidos como existentes en-sí, sino que se apoya en intuiciones y creencias que se tienen de hecho como ser fáctico situado en perspectiva sobre el mundo pero que, como hemos dicho, no pueden ser controladas filosóficamente para hacerlas evidentes de manera incontestable o para hacerlas obligatorias pragmáticamente (según la necesidad del uso del lenguaje) para todo participante en una discusión sobre ellas.